San Guajolote de las Tunas

La Voz de Michoacán. Las últimas noticias, hoy.

Por Alejandro Báez

(Parte 1 de 3)

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El ocaso de San Guajolote de las Tunas se debió a la música de un organista. De no ser por ello, los habitantes de este conjunto de chozas a las que llamaban pueblo, estarían todavía arando sus tierras con palo y azadón, cantando loas a santa Margarita de Antioquia y a todos los santos y arriando leña para asar el lechón al final de cada cosecha, como sacrificio y ofrenda.

San Guajolote de las Tunas era una agrupación de chozas situadas en lo más escarpado de la sierra poniente del Estado de Villa Madero. Como estaban asentados en la sima de una depresión o de un cráter en forma de olla, nadie se percató de ellos. Eran felices con su molino, su cultivo de maíz, de frijol y de chile y sus cuatro animalitos.

El único no nacido en San Guajolote de las Tunas que habitó en el pueblo era el señor cura, quien de tantos amaneceres y atardeceres continuos, olvidó el mundo y soñaba con morir en medio de esa hondonada.

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Todos los guajolutinos sabían de la existencia de un más allá y eran temerosos de ello. Al salir a pastorear a sus animalitos a los límites del agujero, se alcanzaba a contemplar, pegado al hilo del horizonte, la mancha gris de Besagua; del otro lado, en el valle, las riveras del lago Jiquilpandácuari así como los campanarios de Characapán. Alguna vez, contaban las historias de las viejas mientras hacían cocido en el fogón, algún valiente pero irresponsable había bajado al valle para conocerlo y se sorprendió tanto de lo que vio que regresó a la seguridad de los cerros desgranando el rosario convencido de que todo lo que había visto era obra del demonio.

“Imagínense —dicen que decía—: existen cajas que hablan solas y tienen muchas voces. Además, el aire es maloliente y se siente la presencia del maldito. La gente vive en el libertinaje. Las mujeres y los hombre ya perdieron el temor de Dios”.

Desde entonces solo bajaban al valle los más probos, los de entereza moral y los menos corruptibles para intercambiar un poco de su mercancía por queroseno, manteca y sal. En Characapán los conocían como “los fantasmas” pues como llegaban así desaparecían. No hablaban con nadie más de lo indispensable. Como bajaban en domingo, incluso evitaban ir a misa en el pueblo pues los guajolutinos consideraban que la religión que practicaban era liberal y libertina.

Ese fue el principio del final.

Un domingo, fiesta de san Drogón, santo patrono del estado de Villa Madero, los designados llegaron a Characapán a ofrecer sus montoncitos de maíz cuando escucharon un sonido mágico que flotaba por el aire caliente de la plaza y el mercado. Pensaron que era la corte celestial que venía a purificar esa tierra alejada de Dios. Pero al ver que la gente seguía caminando como si nada, dudaron.

Agudizaron el oído y se dieron cuenta que el coro de ángeles venía de la iglesia.

—Vamos a ver quí’s eso —propuso el más osado.

—Ni Dios lo permita —dijo el otro, persignándose—. Recuerda que el maligno toma muchas formas dulces para atrapar inocentes.

—Pero si el sonido proviene de la iglesia, compa. Debe ser el Señor de los Cielos apareciendo y no me quiero perder el milagro de ver lo que suena.

Los guajolutinos caminaron hasta el atrio; el sonido era cada vez más fuerte. Cientos de voces salían del interior del templo entonando frases de alabanzas a Dios Nuestro Señor.

—¿’Istes? Es la corte celestial apersonándose para redimir los pecados de esta región.

Sin más, se adentraron con sus huipiles, sus mecapales, sus equipales y sus sombreros calados. Dentro de la iglesia, el padre arengaba las oraciones del oficio dominical. Por más que volteaban a todos lados, los guajolutinos no veían la personificación de la justicia divina cayendo sobre los de Characapán.

Curiosos y sumisos, llegaron al altar. En esos momentos, el estruendo sonoro llenó el interior del templo. La multitud congregada a honrar a san Drogón se levantó de su asiento y entonó un cántico a voz en cuello. Una casualidad o un acto de fe los hizo levantar la mirada, en espera de Jesucristo bajando del cielo. Lo que encontraron fue la débil figura de un ser escuálido que golpeaba una mesa larga pintada de blanco y negro. El frenesí de su golpeteo era semejante a la locura mientras la sonoridad resonaba en todos lados. Al recuperar la serenidad de sus movimientos, el estruendo cesó y la gente se sentó en silencio.

Asustados, los guajolutinos salieron corriendo del templo.

—Ti’digo que aquí el maligno habita hasta en la de casa de Dios —reclamó uno—. Seguramente hemos caído en pecado mortal. Tinemos que regresar a San Guajolote de las Tunas para confesarnos y hacer penitencia. Juro que jamás regresaré a este pueblo de malidicentes que ni la casa de Dios respetan.

Pusieron pies en polvorosa. Durante todo el camino, los acompañó el remordimiento de haber cedido a las tentaciones de Lucifer. Para aliviar sus almas, recitaron todas las oraciones que se trasmitían en el pueblo casi a nivel genético, de generación en generación, dentro del enclaustramiento en el que vivían.

—De veris, señor cura. Por esta —decían mientras besaban la cruz hecha con los dedos—. Por la salvación de mi alma que vimos y oímos todo lo que le hemos confesado.

Pero la sonoridad que les estremeció la piel y los hizo sentir curiosos, no se la podían quitar de encima por más padrenuestros y avemarías rezados. Allí estaba sonando en sus oídos, en su cabeza. Les retumbaba. Los seducía.

(Parte 2 de 3)

Por: Luis Bracamontes

—¡Ti’digo que a ese pueblo ya no regresamos! —rugió Don Hilario con tanta convicción que la pequeña Jacinta brincó de su cama curiosa por saber qué había pasado. La pequeña se asomó por las rendijas de la débil puerta de madera que separaba su cuarto con la sala en la que el grupo de guajolutinos consternados se congregaba.

Aquel pueblo olvidado del mundo había decidido de forma unánime no regresar a ese lugar lleno de pecado y libertinaje. Lo que presenciaron aquel domingo en la fiesta de San Drogón fue algo para lo que no tenían palabras, no sabían cómo acomodar aquello en sus mentes, pero sus oídos ciertamente no lo podían olvidar.

—¡Un coro di’ ángeles llorando disdi’l cielo porque li’han perdido el temor a Nuestro Siñor!, se lamentaba doña Anastacia mientras secretamente añoraba volver a escucharlo una vez más. De algo estaba segura, la aparición en aquella iglesia de ese hombre escuálido que hacía ruido desde el cielo no podía ser augurio de nada bueno.

La pequeña Jacinta, traviesa como siempre, se mantuvo atenta y sorprendida con escuchar eso de ángeles y voces del cielo y hombres que hacían que el aire retumbara. Tomó nota mental de cada detalle que pudo cachar, porque los adultos usan muchas palabras que ella todavía no puede entender. Silenciosa como una ratita de campo volvió a su cama alucinando con la historia tan inusual que acababa de escuchar.

San Guajolote de las Tunas nunca había conocido a niña como ella. Cuando nació ninguna ave cantó y tras la nalgada no hubo tampoco el tradicional llanto. —Qui’habremos hechu para qui nuestra hijita hubiera nacido ansina —se lamentaba su madre, culpable porque su hija nunca cantaría sus mismos rezos. Sin embargo, a pesar de que Jacinta no podía decir ni pío, no había silencio alguno que no sucumbiera ante su chispa y sus travesuras.

La niña trompo la llamaban porque nunca se quedaba quieta.  La paciencia y ella eran como agua y aceite y pasaba poco tiempo antes que lograra desesperar hasta al más calmado del pueblo. El disgusto era mutuo porque como nunca hablaba con nadie y los otros niños no la juntaban, sus días y sus noches no habían sido sino sinónimo de aburrimiento. Para ella, cualquier oportunidad para meterse en problemas y vivir micro-aventuras era más que bienvenida.

Ella nunca había ido a Characapán, pero sabía la ruta de memoria porque su padre era el que explicaba el camino a los hijos de los vecinos que incursionaban en las humildes ventas de sus montoncitos de maíz, frijol y chile.

Esperó toda la semana para que llegara el domingo, sabía que no tendría problemas para escaparse porque nadie estaría cerca del camino, la mera idea de ver a lo lejos el pueblo de Characapán hacía que a la gente se le pusiera la piel chinita, además la gente había desarrollado el hábito común de ignorar a la pequeña para ahorrarse momentos incómodo. —¡Ay, Jacinta! ¡Tú nunca ti quedas quieta!, le decían desde su pórtico las ancianas que vivían frente a su choza.

Salió como si nada de su casa y se escabulló sigilosamente  al camino. Le dijo adiós a un día más de olvido y se encaminó a lo desconocido. Logró un buen paso, no tardó más de una hora en caminar hacia Characapán; iba a buen tiempo, el sol todavía no estaba en el ombligo del cielo y las campanas de la iglesia aún no sonaban.

Llegó sin problema al pie de la iglesia, el edificio más bello de todo el pueblo con unas decoraciones tales que hacían lucir a la iglesia de su pueblo como una casa de cartón. Entró curiosa y temerosa a esa iglesia sabiendo que era algo prohibido. Sus trencitas se mecían de lado a lado al son de su cabeza que miraba para todos lados. Hasta que sus ojos se detuvieron, como un barco que por fin había encontrado el puerto correcto, vio sorprendida esa mesa negra de la que la gente había hablado y esos tubos largos brillantes que no se parecían a nada que hubiera visto en su vida.

Su carita de sorpresa llamó la atención de una figura larguirucha a lo lejos, que se acercó lentamente.  —¿Quieres saber qué es eso, pequeña? —le dijo dulcemente. La pequeña Jacinta, sorprendida, no pudo sino asentar ansiosamente con la cabeza. Ese hombre, largo como un palo, la invitó a subir a lo alto de la iglesia, donde se encontraba esa mesa negra y la invitó a que se sentara.

—Ésta, pequeña, es mi manera de rezar. Así es como converso con Dios. ¿Te gustaría platicar con Él?

El hombre estiró sus manos y comenzó a danzar sus dedos sobre las teclas. Jacinta se quedó extasiada. La música envolvió todos sus sentidos. Su corazón nunca volvió a latir de la misma manera.

 

(Parte 3 de 3)

Por: Karen Silva Maldonado

La música del organista no solo entraba por sus oídos, se colaba a través de sus poros satisfaciendo un hambre que no sabía que padecía hasta entonces. Al nutrirse del sonido, ondas pululaban en su garganta con un hormigueo efervescente que iba ganado terreno hacia el exterior. La vibración de la música pujó con la presión de un cohete para liberar, por primera vez, la voz de Jacinta en una canción que no conocía. El organista tocó un par de compases más y finalmente se detuvo suspendiendo las yemas de los dedos sobre el teclado y miró a la chiquilla.

—¿Te gusta cantar?

Silencio. La chiquilla no emitió palabra alguna.

La música siguió y con ella el canto de Jacinta.

Esa noche volvió a San Guajolote de las Tunas envuelta en su mutismo y la emoción por el nuevo lenguaje que había descubierto que estaba codificado en lo profundo de su ser.

Preocupado, Hilario salió a recibir a la figura que se acercaba presurosa por el patio que daba a la casa.

—Condinada escuincla, ¿dónde andabas?

—. . .

—¡Córrale a la casa, órale!

Jacinta obedeció esa única indicación, porque siguió visitando al organista contra la prohibición de no bajar a aquel otro mundo de pecados que estaba fuera de San Guajolote de las Tunas.

Paulatinamente, Hilario se daría cuenta de las intermitentes ausencias de la niña. La buscaba en las inmediaciones de la casa, por la iglesia, en los graneros pero ni rastros de ella en ningún canijo lugar. Hasta que un día vio a Jacinta encaminarse a Charapán. Presuroso fue tras ella hasta llegar a la Iglesia del pueblo vecino de donde emanaba aquel sonido seductor que lo dejó aterrado. Corrió hacia la niña y antes de que pudiera empezar a cantar, la cargó para salir huyendo del diabólico lugar.

El organista meditó mucho en ir a buscar a su pequeña amiga, supuso que al escabullirse en la Iglesia había contrariado a sus padres y que posiblemente su intervención solo le causaría más problemas. De repente, la imagen de la niña siendo castigada por sus padres, relegada a la hora del postre y privada de su libertad para salir a jugar lo perturbó de manera tal que se decidió ir a San Guajolote de las Tunas para intervenir por ella y pedirle a sus padres que le permitieran tomar clases de canto ya que la niña era dueña de una voz privilegiada.

Al llegar al pueblo, el organista se encontró con un tumulto de gente reunida en la plaza, una furibunda chusma que reclamaba control. Desde la última visita que los pueblerinos habían hecho fuera de San Guajolote de las Tunas se extendió el rumor de un placer prohibido para los sentidos que comenzaba a levantar la sospecha y curiosidad de los habitantes. Cuchicheaban entre ellos, que Jacinta “la mudita” había escapado en varias ocasiones, que debería contarles a todos cómo había sido, que era un peligro lo expuesta que había estado a tan misteriosa presencia, que si había que exorcizarla, ¿dónde estaba el señor cura?, que venga rápido. El frenesí se fue apoderando de los congregados que se abalanzaban sobre la niña, el organista asustado trataba de explicarles que era música, que no había maldad en aquellas notas, que la niña a la que interrogaban y asediaban tenía la voz de un ángel, que le permitieran cantar pues no había demostración más clara de que algo tan hermoso no podía estar prohibido ni ser malévolo. La niña encontró a su amigo entre la multitud, el organista sintió una punzada en las yemas de los dedos, seguida de la sensación de las teclas en la piel, Jacinta comenzó a cantar. Las notas que entonaba simulaban los acordes del órgano y su garganta era un fuelle del que brotaba la música del instrumento. La turba cayó en un sopor colectivo,  hipnotizados por el sonido que inundaba el lugar rodearon de manera mansa a la niña que empezó a caminar rumbo a Charapán. El organista los siguió con la mirada, se veían a lo lejos atravesando el pueblo y la música se iba diluyendo con la distancia.

De eso ya hace muchos años, tantos que esta historia la cuentan solo cuando alguien pregunta sobre el pueblo fantasma que está en lo más bajo de los cerros de la región. El viejo organista sigue en aquella Iglesia, habla sobre una peregrinación de oyentes que atravesaron Charapán y no se les volvió a ver, sobre una niña de voz de ángel que iba guiándolos pero nunca supo a dónde, a lo mejor no había pasado tal cosa y ya estaba tan viejo que esta historia la reinventaba entre recuerdos de lo que alguna vez pasó y entre deseos de lo quiso que pasará alguna vez.