La Voz de la Fe

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Conocemos de deudas económicas, ya que, entre las deudas, son las más comunes: unos pesos a Juanito, unos billetes de Doña Chabela, en fin, todos en algún momento hemos tenido necesidad. Pero existen otra clase de deudas: las de honor, morales y aquellas que se adquieren por meros respetos humanos.

Cuando San Pablo dice “No tengan con nadie otra deuda que la del amor mutuo” (Rm 13,8) nos está invitando a correr por los sotos de la caridad que son deseo –eros- y generosidad –agape-. Sabemos - lo hemos dicho - de deudas económicas, morales y de aquellas de simples respetos humanos (quedar bien), pero ¿conocemos de deudas de amor?

En general, para que haya cualquier tipo de deuda se requiere de un necesitado –que es el deudor- y de una facilitador –quien es el acreedor-. Una deuda implica un vacío y un algo que puede llenar ese vacío. Un adeudo, entonces, es el reconocimiento de que alguien ha dado algo de sí para satisfacer la necesidad de otro. Esta descripción es muy fácil de comprender cuando ponemos ejemplos claros: las deudas en la tiendita, las de la librería, las que tengo con mi vecino. Sin embargo, cuando la lógica de la deuda la queremos aplicar a los terrenos a veces llanos y a veces brutos del amor, surgen una serie de paradojas que a simple vista parecen contradicciones: si el amor es dar sin esperar nada a cambio, ¿dónde cabe la deuda? E incluso pudiéramos citar al mismísimo San Pablo y contradecirlo: -pero si Usted, Don Pablo de Tarso, nos había dicho que “la caridad todo lo perdona, todo lo cree, todo lo espera” (1Cor 13,7). No, Señor Pablo, el amor no sabe de deudas-.

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Sin embargo, Pablo no quiere aplicar estrictamente la lógica de la deuda económica en aquella de las relaciones interpersonales. Él  quiere utilizar “la deuda” como una bella metáfora para poner orden en nuestras relaciones entre cristianos. Pero la metáfora es más que eso, es una paradoja, puesto que nada debería ser más libre que el amor, y no ser llamado deber ni mucho menos deuda. Cuando el Apóstol de los Gentiles se dirigía a los Romanos y hoy a nosotros, poniendo el amor como una deuda mutua, lo hace porque nos quiere ayudar a amar cristianamente y no filantrópicamente.

¿Quién nos dijo que el amor es dar todo sin recibir nada? ¿Quién nos ha engañado diciéndonos creer que ayudar a los demás y no necesitar ayuda de los demás es amar? El amor, ese de la Trinidad, es el amor primigenio, la causa de todo amor. Por amor Dios creó y redimió. Todo lo que somos y lo que tenemos fue dado por amor. Reconocerse, entonces, como un deudor de amor, es el primer paso de la madurez, pues cuando descubrimos que el amor es el camino para responderle a Dios por tantos bienes recibidos, es cuando el amor se convierte en el timón que conduce la nave de nuestra vida.

Este deudor amor cristiano que sabe dar y recibir, es opuesto a las concepciones amorosas que entonces y ahora rondan en el entorno; citemos a Pericles: “Nos procuramos amigos no recibiendo beneficios, sino haciéndolos. Quien ha hecho un favor es un amigo más seguro (…) mientras que quien es deudor está menos dispuesto pues no hace un favor sino simplemente paga una deuda”[1]. Estas líneas de un famoso discurso del orador griego Pericles, y que recogió el historiador Tucídides, proponen al amor como un mero dar, desconociendo que en el universo cristiano todos somos deudores de amor, pues primeramente hemos recibido antes de dar, porque en el manto estelar es el amor el motor del universo, por citar a Dante: “el amor que mueve el sol y las demás estrellas”[2].

  1. Francisco Armando Gómez Ruíz

 

[1] Penna Romano, Carta a los Romanos. Introducción, versión y comentario, Ed. Verbo Divino, Estella (Navarra), 2013, p. 973.

[2] Aliguieri Dante, La divina comedia, Ed. Porrúa, México 2015, p. 328.