La matanza de Tlatelolco

La Voz de Michoacán. Las últimas noticias, hoy.

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Luis Sigfrido Gómez Campos

 

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A medio siglo de uno de los sucesos más estremecedores de la historia de México estamos obligados a comprender a fondo el significado traumático que tuvo para los adultos mayores de hoy lo que durante mucho tiempo fue llamado la matanza de Tlatelolco. Algunos de quienes toleraron estoicamente el régimen patriarcal y autoritario que iniciara con la Revolución Mexicana todavía sobreviven. Muchos de ellos recuerdan ese evento sangriento como un hecho que divide México entre un antes y un después. No existe comparación entre un régimen que limitaba y desconfiaba de la participación de los jóvenes en la vida social y las posibilidades actuales de participación activa que hoy tenemos.

A pesar de la energía y el entusiasmo que los caracteriza, los jóvenes que actualmente pueblan los espacios sociales, educativos y profesionales de una sociedad crítica, capaz de cuestionar hasta las estructuras más profundas del régimen dictatorial al que la población adulta se mantuvo largo tiempo acostumbrada, han olvidado o desconocen el origen de las posibilidades de libertad (aunque relativa y limitada) de la que hoy disfrutan. La exigencia legítima de libertades básicas y la necesidad humana de expresión de las ideas sigue movilizando a los agentes sociales con menores recursos. Aún sigue siendo necesaria la expresión social y política de requerimientos tan urgentes como el empleo y la educación para quienes han crecido en el entorno de la libertad ganada por los héroes anónimos, sobre todo caídos, de 1968. Pero esa posibilidad de indignación pública que expresan es resultado precisamente de esas luchas.

La realidad se transformó notablemente durante 10 lustros que nos separan de ese dramático momento. Sin embargo, hace cuatro años nuestro país volvió a cimbrarse con la noticia de un nuevo atentado contra estudiantes normalistas. En el nuevo contexto de violencia social que nos circunda, la desaparición forzada de 43 estudiantes estremeció los corazones de quienes todavía no habíamos acabado de asimilar el inolvidable suceso. La incertidumbre de un evento en el que ni siquiera existe constatación de asesinato o evidencia física de los siniestros hechos (tan similar a aquel silencio que siguió al asesinato de, no se sabe aún cuantas personas) es tan apabullante como entonces. Es inimaginable, para quienes no somos familiares de jóvenes desaparecidos, la situación de no saber que ha sido de ellos. Sólo la muerte constatada de los seres queridos o la esperanza de creer que siguen vivos permite al ser humano un mínimo consuelo.

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El desconcierto frente a la ferocidad de hechos descritos, la indiferencia oficial ante el dolor impresionante de padres y madres de jóvenes desaparecidos, ha vuelto a sacudir una conciencia crítica que no podíamos dejar que se aletargue. El compromiso obligado con la búsqueda de libertad y de justicia es el efecto moral imprescindible para una época en la que ya vivimos el dolor angustiante de ni siquiera saber cuántas almas perdidas, cuántos sueños truncados, cuánta creatividad, amor e inteligencia quedaron inundados de sangre derramada en esa plaza, colmada de personas que en instantes pasaron de la valiente indignación a la mayor tristeza.

El tiempo transcurrido permite profundizar la terrible experiencia, intentar comprender con tenacidad crítica la inadmisible respuesta de un sistema tiránico que sólo repitió durante años el cliché de una amenaza, de la cual no existe ni siquiera registro. La supuesta conjura con la que se intentó justificar los cruentos hechos (se hablaba de una amenaza a la estabilidad y a la paz social del Estado mexicano) permitió a los siguientes representantes del gobierno desplegar múltiples formas de control social, lo que contuvo la intención de protesta ciudadana.

Lo que realmente ocurrió en aquellos años ha seguido guardado en este siglo, como el mejor secreto del Estado. La sensación que queda de esos hechos, que aún permanecen en la memoria de los viejos que hoy somos es profunda, como profundo es el sentimiento de amargura que produjeron los hechos más recientes. Los viejos que somos se encuentran con los jóvenes que fuimos hace cincuenta años, a través de la nueva catástrofe que ha tocado vivir a jóvenes de ahora, quienes han quedado tocados por las tribulaciones sociales de la misma manera que nuestra generación en el 68. Los futuros viejos han quedado marcados por la violencia sufrida en los cuerpos desparecidos, en el rostro desollado de Julio Cesar Mondragón (el joven aspirante a maestro del que quedó su cuerpo como imagen brutal de la conciencia social lacerada y casi moribunda).

Si bien las dos tragedias son separadas por casi cincuenta años y una progresiva valoración discursiva de la juventud como factor imprescindible para el desarrollo, lo que se generó al final de aquellos hechos cuya crueldad apenas enunciada enmudece la voz y quiebra la garganta, es la capacidad de lucha. Sumada a la escandalosa desaparición de estudiantes de Ayotzinapa, en la conciencia agrietada por el dolor de cincuenta años se conserva el germen de una transformación social más poderosa, que se alimenta permanentemente por una intolerancia a la injusticia. Dentro de cinco décadas será evidente la exigencia de justicia social de este momento. Hasta entonces sabremos cuánto alcanza a vivir la indignación actual a la ignominia…

luissigfrido@hotmail.com