La condición humana, entre el sismo y la muerte

La Voz de Michoacán. Las últimas noticias, hoy.

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Mateo Calvillo Paz

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Los sucesos trágicos nos confrontan con nuestros límites, descubren nuestra verdad: ante los fenómenos naturales estamos inermes, la muerte aguarda.

Escribo desde la zona más sacudida por los temblores, de Juchitán, Unión Hidalgo. En la casa del obispo, una chica repentinamente, con cara de pánico sale de la casa corriendo hacia el jardín gritando: está temblando. Se acaba de oír un ruido profundo, como un bramido de lo profundo de la tierra.

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Es una zona donde los sismos pegan de lleno: hay pueblos devastados como Juchitán, Ixtaltepec. Cerca de aquí, en Unión  Hidalgo estuvieron los epicentros de los dos temblores del 23 de septiembre que fueron muy graves acá, la gente está asustada. Después de una terapia grupal finalmente pueden dormir.

Un servicio importante que se puede ofrecer en este momento es llevar a la gente la verdad profunda, a encontrar el sentido de los acontecimientos y de la vida.

No hay que convertir la tragedia de los sismos en un espectáculo para vender la noticia buscando el lado escandaloso, en un tono de ocasión, desubicado y frívolo.

Se repite hasta lo  insoportable lo mismo, sólo que con presentaciones diferentes, es una avalancha de información, hechos y actitudes retornan disfrazados. Es un caudal anárquico, variado, disparatado, que no conduce a ninguna parte.  No ayuda a encontrar la verdad de los hechos y de su existencia, no abona a la búsqueda de sentido.

Señala María del Rosario, psicóloga de Matías Romero, la crisis de verdad. Esta no interesa. Lo que importa es inundar de informaciones, aptas para  halagar la curiosidad. La gente da la espalda a la verdad y se convierte a las fábulas, como ya señalaba Pablo de Tarso.

Señalan autores católicos la falta que llevamos del sentido unitario y total de nuestra vida en la sociedad actual.

La sabiduría popular, el sentido común de la gente lo descubre en esta tierra, heredera de la sabiduría zapoteca. Luchan por superar su miedo que les impide dormir bajo el techo de su casa.

Personas que creen en Dios y buscan vivir guiados por su Palabra buscan reconciliarse con él, en el sacramento de la reconciliación y estar preparados por si les llega el último momento.

Detrás está su creencia en el país de la realidad, de la vida plena de los bienes verdaderos, de la felicidad que siempre buscaron y que no encontraron en esta tierra.

Es admirable, sabia y saludable su pobreza y sencillez, siempre han vivido con muy poco y eso los hace desprendidos, libres del apego tiránico a los bienes materiales, a la enorme cantidad de bienes superfluos. No hacen un terrible drama porque han perdido sus cosas. Lo  aceptan con gran libertad, sin angustiarse por lo porvenir, con una secreta confianza en una presencia más grande e invisible.

Sigue temblando, los noticieros lo difunden y ellos lo sienten. Se escucha bramar las profundidades de la tierra. “y retiemble en sus centros la tierra”. El verso del himno nacional es citado con humor. En realidad, hay una zona donde están acostumbrados a percibir los bramidos misteriosos y escalofriantes de las honduras insondables de la tierra.

Esto los obliga a aceptar la realidad de la vida sobre este planeta. En lugar del dulce hogar, de la casa grande, segura, protectora, sienten que están expuestos a las fuerzas poderosísimas, demasiado grandes para él de la creación, despiadadas que les hacen sentir su precariedad, pequeñez y desamparo. Algo les habla de un paso efímero, frágil por esa tierra. Les recuerda su condición humana vulnerable, mortal, efímera.

La sombra de la muerte se levanta en el horizonte vital de la persona. La muerte aguarda, ciertamente la va a agarrar, en algún paso, no escapará. No es la santa muerte.

Es necesario aceptar esa realidad, quitar el rechazo, aceptar su presencia, hacerla amiga.

Una de las grandes metas del mundo de hoy es alejar la muerte indefinidamente, definitivamente. Le darían el premio nobel a quien lograra la fórmula para desaparecerla para siempre.

Es mejor reconocer la muerte, quitarle sus máscaras aniquiladoras, que vuelven a la tierra, a la nada.

Jesucristo desenmascara la muerte, la vence y la despoja de sus terrores. La convierte en una paso a un horizonte suave y maravilloso, al país de la vida verdadera y plena.

Con El, ya no hay muerte.

El hombre tiene sed de inmortalidad. La muerte es el paso hacia nuevos horizontes soñados, paradisiacos. Es el paso al país de la plenitud y el amor que siempre soñamos, de la fiesta sin fin.