Parícutin, el mundo pudo ver el nacimiento del volcán más joven que existe; hoy cumple 80 años

Emergió entre los terrenos del maizal de Dionisio Pulido el 20 de febrero de 1943. Por primera vez en la historia universal se anunciaba la posibilidad real de ver nacer un volcán, es decir de ver nacer una montaña”.

Víctor E. Rodríguez Méndez

“Dionisio Pulido, la única persona en el mundo que puede jactarse de ser propietario de un volcán, no es dueño de nada. Tiene, para vivir, sus pies duros, sarmentosos, negros y descalzos, con los cuales caminará en busca de la tierra; tiene sus manos, totalmente sucias, pobres hoy, para labrar, ahí donde encuentre abrigo. Sólo eso tiene: su cuerpo desmedrado, su alma llena de polvo, cubierta de negra ceniza”.

Así inicia José Revueltas su reportaje “Visión del Parícutin”, publicado en abril de 1943, en el que relata las sensaciones metafísicas que le produjo atestiguar en las primeras semanas el nacimiento del volcán michoacano. “Se asiste como a la presencia sobrecogedora de los primeros días, cuando el mundo apenas se apagaba de su antiguo fuego. ¿Somos los primeros hombres sobre la vasta extensión, la vida primera, en este mar duro, que comienza?”.

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Presa también de la fascinación por tal muestra de la naturaleza y su efecto en el alma humana, el artista plástico, filósofo y escritor Gerardo Murillo, mejor conocido como el Dr. Atl, se dedicó durante dos años a estudiar con gran detalle el surgimiento del volcán en tierras mexicanas, al grado de que se autonombró “médico partero y biógrafo” del Parícutin, que ha llamado la atención por igual al arte que a la geología, biología, historia y antropología, y que con el tiempo ha quedado registrada en abundante información científica, artística y popular registrada en libros y revistas, enciclopedias, sitios de internet, pinturas, fotografías y videos. “Gran parte de mi vida la he ocupado en escalar volcanes, en estudiarlos, en dibujarlos, y, de repente, la naturaleza puso a la puerta de mi casa un volcán nuevo”, explica el Dr. Atl en uno de sus numerosos escritos.

Víctor Serge, escritor, traductor, editor y activista político participante del proceso revolucionario ruso, exiliado en México entre 1941 y 1947, también dejó constancia de su admiración por tal portento de la naturaleza. En 1944 escribió una crónica en la que describe el “pesado martilleo de explosiones subterráneas” que estremecían la tierra y llenó de miedo a los pobladores de San Juan Parangaricutiro. “Las chispan quemaban los techos de paja o de madera vieja, cundió el pánico. Apareció una nueva palabra: volcán (…) La tierra zozobraba”.

El Parícutin, vale decirlo, es el único volcán del siglo XX que cuenta con acta de nacimiento. Situado en la porción central del estado de Michoacán, en una región de paisaje y cultura conocido como la Meseta Purépecha, emergió entre los terrenos del maizal de Dionisio Pulido el 20 de febrero de 1943, a las 16:00 de la tarde, entre San Juan Parangaricutiro y Angahuan, cuando la tierra empezó a inflarse y aparecieron los primeros gases y explosiones de ceniza. Con el profuso humo, ese día a la media noche empezaron a salir las primeras lavas.

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De acuerdo con el portal “Retorno al Parícutin” del Instituto de Investigaciones en Ciencias de la Tierra de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (www.paricutin.umich.mx), “el aviso del nacimiento de un volcán en territorio michoacano fue una noticia que sacudió a todo el mundo, ya que por primera vez en la historia universal se anunciaba la posibilidad real de ver nacer un volcán, es decir de ver nacer una montaña”. Al cumplir sus primeros 80 años es el volcán más joven del continente americano y es un referente de Michoacán y de México en el mundo, atrayendo al día de hoy el interés de miles de visitantes y especialistas con fines turísticos, de montañismo, excursionismo o de reconocimiento geológico.

El sueño plácido del volcán

Así, 1943 fue el año del volcán. Con su erupción el volcán arrojó de sus tierras a unos tres mil campesinos indígenas de los poblados aledaños. A finales de marzo de ese año la actividad de la lava sepultó el rancho de Parícutin, ubicado a dos kilómetros de la cima volcánica; cinco meses después también tuvieron que salir de su tierra los pobladores de Parangaricutiro, Angahuan, Zacán y Zirosto, cuyos pobladores se dispersaron para conformar nuevos asentamientos como Caltzontzin, Nuevo San Juan, Miguel Silva y Nuevo Zirosto.

Algunos testimonios refieren que los viejos pobladores de San Juan Parangaricutiro se resistieron a dejar sus tierras: los más por un sentimiento de culpa por abandonar la imagen religiosa que coronaba su templo; los menos por dejar ese territorio que marcaba su dominio sobre Angahuan y otras comunidades. “Si nos salimos”, dijeron hombres y mujeres de San Juan Parangaricutiro, “nos vamos a donde se vaya el Señor de los Milagros”.

Desde su base original, el cono llegó a alcanzar una altura de 424 metros. Se calcula que para julio de 1946 el volcán arrojó más de 23 millones de metros cúbicos de lava, cubriendo los derrames de lava y materiales de caída de ceniza un área de 300 kilómetros cuadrados. Hay quien asegura que las cenizas llegaron hasta Morelia y hasta la Ciudad de México. Se sabe que los efectos negativos del polvo volcánico se esparcieron a varios kilómetros de distancia, y sí afectó las cosechas frutales en Uruapan, Apatzingán, Lombardía, Los Reyes, Nueva Italia, así como destruyó buena parte de la zafra en los ingenios azucareros de Peribán.

Los especialistas registran la “muerte” del volcán el 4 de marzo de 1952, cuando se produjo el último estertor del Parícutin, nueve años después de su nacimiento. Especialistas en la materia descartan que vuelva a tener actividad, por lo que el joven volcán duerme un sueño apacible. Al día de hoy es oficialmente un volcán apagado, extinto.

Desde el mirador turístico de Angahuan, a unos veinte kilómetros, actualmente el volcán Parícutin se mira como un pico de tierra y ceniza que disfruta con placidez, y hasta con su cierta indiferencia, de su gloria de volcán dormido. Ahí Francisco Lázaro, que dice tener 105 años, se acerca de buena gana y se muestra afable y dispuesto a contar algunas historias sobre el nacimiento del volcán, el cual fue precedido, dice, por un “temblor”. A las nueve de la noche del mismo día, dice, “ya tronaba (el volcán), aventaba viento, lumbre”. Datos oficiales de la Red Sismológica Nacional, sin embargo, identificaron 45 días de sismicidad regional que habían ocurrido y que antecedieron al 20 de febrero. “Entre el 10 y 19 de febrero (…) se habían identificado ruidos y vapores que habían sido bien señaladas como las primeras manifestaciones anómalas en la región y que en forma intuitiva habían sido reportadas oportunamente por el Sr. Amezcua, a través de dos telegramas dirigidos a la presidencia de la República”, según se lee en “Retorno al Parícutin”.

Bajo el pesado manto de piedra que ha extendido unos 15 kilómetros a la redonda yacen los dos antiguos poblados, San Juan Parangaricutiro y Parícutin, convertidos hoy en lugares mitológicos gracias a su trágica desaparición. Entre el paisaje dibujado en el horizonte por enquistados tonos azules y verdes, matizados a su vez por el blanco plomizo de las nubes, el cono volcánico de 2 mil 808 metros sobre el nivel del mar se yergue –en medio de un imponente mar negro de pétrea belleza–. A pesar de su considerable volumen, a golpe de vista el volcán no llama demasiado la atención, y se lo mira más bien como si estuviera retraído en su propio ensueño, ajeno a su celebridad por ser considerado uno de los episodios geológicos más relevantes del siglo XX.

La fuerza de la naturaleza

La ruta por el norte del volcán nos lleva al centro turístico “El Mirador” de Angahuan, a unos treinta kilómetros de Uruapan, hacia las ruinas del templo sepultado de San Juan Parangaricutiro –a pie o a caballo– se abre sobre una cuesta de polvo y piedras de unos cuarenta minutos a pie firme; una caminata más larga de ocho horas –ida y regreso–, lleva desde Angahuan hasta el cráter, pasando por el sitio de las ruinas de San Juan Parangaricutiro. Por el lado sur, también desde Uruapan se recorren cinco kilómetros hacia el oeste para llegar al centro de San Juan Nuevo y desde ahí, a veinte kilómetros sobre una terracería, se puede llegar a la base del volcán Parícutin.

En la bajada del mirador de Angahuan un remoto ruido de una cortadora de madera nos hace intuir la tala de grandes extensiones de este territorio, aunque esa reverberación diluye apenas el canto de cenzontles y ruiseñores que se ocultan a la vista en un paisaje pintoresco de pinos, encinos, oyameles y tejocotes. A nuestros pies, la ceniza fina, oscura y silenciosa va delimitando lo que es el malpaís que anuncia el imponente espectáculo de la iglesia sumergida por la lava convertida en restos pétreos y puntiagudos.

Durante el trayecto, José Luis, de 67 años –uno de los guías que ofrecen sus servicios para llegar desde Angahuan hacia la iglesia enterrada o hacia el cráter del volcán– nos cuenta que en Angahuan buena parte de su población depende económicamente del turismo, como reminiscencia de los tiempos iniciales del joven volcán. Cuando era niño, recuerda José Luis, su papá vendía leña que transportaba en burro desde Angahuan hasta Uruapan; desde entonces, su memoria recupera a riadas de personas que –como ahora– llegaban a Angahuan en busca del misterio del volcán. En su voz sosegada y en sus gestos es posible advertir el espíritu que José Revueltas veía en esos pobladores hace ochenta años: “Parecen como ojos de gente perseguida, o como de gente que veló durante noches interminables a un cadáver grande, espeso, material y lleno de extensión. O como de gente que ha llorado tanto. Rojos, llenos de una rabia humilde, de una furia sin esperanza y sin enemigo”.

A cada paso en nuestra travesía hacia la antigua iglesia de San Juan Parangaricutiro se comprueba el aserto de George Simmel sobre el significado de las ruinas: “La arquitectura es el único arte en el que se salda con una paz auténtica la gran contienda entre la voluntad del espíritu y la necesidad de la naturaleza, en el que se resuelve en un equilibrio exacto el ajuste de cuentas entre el alma, que tiende a lo alto, y la gravedad, que tira hacia abajo”. En este caso, los restos visibles de la fachada, las dos torres y el ábside de la vieja iglesia eclipsan cualquier banalidad sobre la idea de lo que ya fue o existió. En este conjunto de piedras semienterradas, resistentes al tiempo, hay un espíritu latente entre el peso y la resistencia que, como explicaba Simmel, “permite que dentro de éste la materia actúe según su naturaleza inmediata, ejecutando ese plan como con sus propias fuerzas”.

Y es que, en estas ruinas, a ochenta años de la tragedia, se vislumbra una “sublime victoria del espíritu sobre la naturaleza”, según Simmel. Sólo así se entiende esa fuerza poderosa que guía al visitante en su arduo recorrido hasta este lugar; una fuerza que nos posee al transitar, piedra a piedra, respiro a respiro, sobre esta conglomeración de piedras que hoy le dan nombre a un sitio y su llamado hacia el volcán dormido: una leyenda hoy viva hecha de fuego, piedras y cenizas.

Víctor E. Rodríguez, comunicólogo, diseñador gráfico y periodista cultural.