Saúl Juárez Qué jardín tenía mi abuelo. No era grande, pero cabía todo lo necesario. Un pino crecía al centro. Las plantas, los árboles y las flores se podían ver desde la sala: azaleas, geranios, un durazno y un ciruelo. Mi abuelo cuidaba su parcela como si fuera su existencia. Fue un hombre que cada tarde llegaba a hacerle algo a los malvones o las hortensias. Nadie podía meter mano en ese sitio, sólo trabajaba él con su overol y un sombrero de Sahuayo. Conocía a cada una de las lombrices. En Navidad ponía un nacimiento enorme y colocaba sobre el pesebre, en una rama del pino, la estrella que guiaba a los pastores y a los reyes magos. En un recoveco estaba la gruta del ermitaño, había casas en las colinas y un lago con patos. El diablo se escondía entre los matorrales con ojos fulgurantes. Todas las maravillas y misterios, incluido un río de agua clara, cabían en aquel lugar iluminado con luces azules y ambarinas. El pino estaba nevado y le colgaban esferas blancas. Cada Navidad acudíamos a esa casa al sur de la ciudad. Todos los años admirábamos el jardín aquel, una postal que mi abuelo atendía con esmero y protegía de las heladas y las plagas. Hablaba en silencio con sus plantas, hasta que una mañana, con su pala en la mano, sintió el dolor en el pecho y ya no pudo incorporarse. Murió en la tarde de aquella Navidad. Dicen que había cierta tristeza en su rostro, como si quisiera quedarse a cuidar su creación por siempre. Sobre las flores y árboles esparcimos sus cenizas. Cada vez que pienso en la felicidad, recuerdo aquel lugar. Todavía llegamos en esta fecha a mirar la vida que se ha ido. Qué gran jardín es mi abuelo.