Josefina María Cendejas, colaboradora La Voz de Michoacán Marina volvió a terapia después de muchos años, porque pensó que lo necesitaba. Sí, fue una decisión racional. No es que el sufrimiento no la dejara respirar al despertar por la mañana, o que hubiera dejado de “funcionar”. Recordó de pronto que, hacía poco más de un año, la psicóloga que la trató en el pasado la visitó en el hospital al enterarse del accidente que la había inmovilizado en una cama durante meses. En esa ocasión, le preguntó: “¿Ya lloraste?”. No, no lo había hecho. Casi se sintió culpable al reconocerlo. Claro, después de semejante desgracia había que llorar, mucho. La terapeuta movió la cabeza y dijo algo sobre lo malo que era guardarse las emociones. Marina le explicó que no tenía energía para llorar, que simplemente estaba enfocada en su recuperación física, lo que de por sí era muy agotador. Cuando todo eso pasara, tal vez, podría comenzar a llorar. La terapeuta se despidió, dejándole caer una advertencia: “Bueno, bueno, ya sabes, no hay que preguntarse por qué a mí, sino para qué a mí, ¿ok?” Para qué, para qué… ¿Qué misteriosos designios había que descifrar detrás de un accidente o de cualquier infortunio? Años atrás, cuando le aquejó una enfermedad grave, Marina todavía creía en ese tipo de teorías. Por ejemplo, que la enfermedad y el dolor son una vía regia para “aprender algo” de sí misma o de la vida. Leía montones de libros de autoayuda, meditaba, hacía yoga. Pero la respuesta no llegó. Pronto dejó de preguntarse sobre el por qué y el para qué. Se enfermó porque es un animal vivo, y todo lo vivo se puede estropear en algún momento. Vivir es peligroso, no había nada de misterio en ello. Lo importante era que había sanado, y que tenía la vida por delante. Esta vez, en cuanto pudo levantarse y caminar, pidió cita con la terapeuta. “Creo que llegó el momento de llorar”, se dijo. Lo mejor era hacerlo como se debía: en el consultorio, a buen resguardo y con intención de resolver cosas. No berreando a lo loco, como cuando intentaba hablar con su marido de lo mal que se sentía a causa de su frialdad y alejamiento, cada vez mayores. Comenzó las sesiones movida por el deseo de salvar su matrimonio. Era tiempo de pandemia. Apoyada en su bastón, Marina acudía cada jueves al lujoso consultorio donde la terapeuta atendía en un quinto piso. Por disposiciones sanitarias, sólo una persona podía abordar el elevador, así que había que hacer una larga fila o subir por las escaleras. Las sesiones se fueron desplegando sin mayores hallazgos, mientras Marina intentaba contar una versión medianamente articulada de su vida actual. No resultaba sencillo. Había demasiados temas sobre la mesa. Sus dolencias físicas, su difícil retorno al trabajo, el miedo colectivo por el coronavirus, la partida de su hijo a otra ciudad, el alcoholismo cada vez más reincidente de su esposo. Para su sorpresa, las lágrimas no fluían con facilidad. Era como si algo en la mirada de la terapeuta le impidiera dejarse llevar y llorar a pierna suelta. No sabía qué. ¿Una especie de altanería, de distancia, de juicio? Esa mirada parecía seguirle exigiendo respuestas al “para qué” te pasa todo esto. Marina no lo sabía. Cada sesión intentaba poner en palabras lo que iba viviendo, sus esperanzas, sus dudas, sus temores. La terapeuta, por su parte, no paraba de contarle cómo su cuñado alcohólico un buen día había decidido volverse abstemio y lo había conseguido sin más. Era casi imposible, decía, pero había quien lo lograba. O sea, cuando uno quiere, puede. Marina llevaba años aferrada a esa mínima, improbable eventualidad. Ahora mismo, su marido se encontraba internado en un albergue, en un enésimo intento de rehabilitarse. Y no, ése no era el único problema. Desde que ocurrió el accidente – uno de tantos “rescates” llevados a cabo por Marina– él casi no la tocaba, ni la miraba, ni quería pasar tiempo con ella. Cuando lo internó, él le entregó su celular y su cartera en resguardo. Una tarde, Marina examinó el teléfono (él nunca ocultó la contraseña) para ver si había mensajes de su jefe, y descubrió que el hombre tenía al menos cinco amantes. Mientras ella convalecía, entre una cirugía y otra, él viajaba con una mujer, se encontraba con otra, recibía a una más en el departamento que Marina le había ayudado a acondicionar en la CDMX, donde vivía entre semana por trabajo, o sostenía largos intercambios de mensajes con otra hasta altas horas de la noche. Eran de distintas edades, tipos y ocupaciones. También encontró fotografías sugerentes o, de plano, explícitas. Cuando pudo juntar todos los fragmentos de la traición dispersos en el teléfono, Marina sintió que era levantada por un huracán y arrojada por los aires. Un feroz remolino de dolor la revolcó así durante horas, días y noches inacabables. En el consultorio, no tuvo palabras para describir el estupor, el vértigo, la humillación infinita. Tampoco pudo llorar a gritos, como lo exigía el horrible descubrimiento. Trató de relatar los hechos, uno a uno, sin desmoronarse. La terapeuta interpretó aquello como “una actitud muy liberal de tu parte”. Sólo después de conocer la verdad de la doble vida de su esposo, Marina tuvo la convicción y el valor de plantearse el divorcio. Algo que hasta ese momento no había querido, o podido asumir. Soportaba sus desaires porque lo amaba, porque no quería envejecer sola, y porque, como diría Neruda, “a veces él también me quería”. Seguía luchando con él contra su adicción al alcohol, porque confiaba en que, juntos, pudieran mantener el monstruo a raya. La primera vez que lo vio perdido en la inconsciencia, decidió quedarse a su lado. Fue como una especie de experimento radical: exponer su alma al abismo del otro, y así, tal vez, sostenerlo. Eso le habían enseñado que era el amar. Una no podía rendirse ante las dificultades. Debía luchar hasta el final. Sin límite, sin tregua. Mientras intentaba explicar a la terapeuta por qué se había quedado, por qué le costaba tanto romper con el hombre al que le había prometido “…serte fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad, amarte y respetarte todos los días de mi vida…”, ella la miraba con asombro y un poco de sorna. Después de un incómodo silencio, emitió su veredicto: “¿Sabes, Marina?, para mí está muy claro que, para todo cabrón, hay una pendeja”. Ahí terminó la terapia. Marina no volvió. Había decidido pagar para poder llorar, no para que la insultaran. Le llevó algún tiempo, y una recaída en el vínculo abismal con su esposo, pero lo dejó. En el sinuoso trayecto, leyó que las mujeres inmersas en relaciones abusivas hacen en promedio siete intentos –¡siete! – hasta que logran separarse de su agresor. Saber eso la ayudó a mirarse al espejo sin sentir vergüenza. Pero la terapeuta no lo hubiera considerado así. No por nada celebraba que su cuñado había dejado el vicio por puros huevos, creía que las mujeres violentadas siguen ahí por brutas, que todo lo malo te pasa por algo y para algo. Y también, sin duda, que el pobre es pobre porque quiere. Josefina María Cendejas. Escritora y académica michoacana. Autora de Transfiguración y otros relatos, colección Tait.