¿El Día de los Muertos o El Síndrome de Venecia? La verdadera función social de esta fecha

Imponer que el éxito de su función se mide por la cantidad de visitantes, sin considerar las terribles consecuencias sociales, culturales, ecológicas y cívicas que esto implica.

Texto: Erandi Avalos
Fotos: Pablo Aguinaco

Morelia, Michoacán.- Una de las celebraciones más emblemáticas en México, especialmente en Michoacán, es la del día de Muertos, Fiesta de las Ánimas o en p´urhépecha Animecha Kejtzitakua. Lectura indispensable para conocer y comprender el origen y desarrollo de esta fecha, es el brillante artículo de Joel Santos, arqueólogo e investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en Sinaloa, titulado El origen del Día de Muertos, que fue publicado el 20 de octubre de este año en la página oficial del INAH. Así también el maestro, historiador e investigador Benjamín Lucas, oriundo de Cuanajo, municipio de Pátzcuaro, reflexiona muy seriamente el tema en su artículo Turistificación de la tradición y suplantación cultural, publicado en sus redes sociales en el 2019 y compartido de nuevo hace apenas unas semanas.

PUBLICIDAD

Los textos señalan con firmeza el peligro de idealizar o romantizar esta celebración desde el desconocimiento de su historia, y de fomentar la turistificación; también conocida como gentrificación turística o síndrome de Venecia. Sin embargo, independientemente de su origen y desarrollo, cabe señalar la importancia de la función social que ha cumplido y que en algunos casos todavía conserva y que en otros ha cambiado de una función social a una meramente económica y de diversión.

Pablo Aguinaco

El ser humano (y por alguna extraña razón, más el mexicano) necesita ritos y si pierde unos creará otros, porque con ellos cubre una necesidad ontológica consciente o inconscientemente. He ahí el culto a la Santa Muerte, el desfile de James Bond o las alocadas “fiestas de muertos”. El problema es que, ante la pérdida o falta de elementos históricos identitarios sólidos, se acepta cualquier pseudo celebración que es únicamente para entretenimiento, ya que un desfile de catrinas jamás cubrirá la función social que tiene una celebración comunitaria que se construye permanentemente desde el interior de cada pueblo; en el que cada persona tiene un rol que enriquece a sus paisanos y a ella misma, fomentando relaciones fuertes y positivas y también activando el comercio local.

Empero, pueblos y ciudades de la ribera del Lago de Pátzcuaro han sucumbido ante la presión de la turistificación, lo cual no se puede juzgar tan fácilmente porque se entiende, por un lado, la necesidad de obtener recursos y, por el otro, el gusto de la gente por conocer esos lugares. El problema viene cuando se rompe el equilibrio tanto de parte de los pobladores que prefieren únicamente comerciar que participar en la ceremonia, como del turista irrespetuoso, ignorante e irresponsable, y también abona a este desequilibrio la política turística; que por lo general impone que el éxito de su función se mide por la cantidad de visitantes, sin considerar las terribles consecuencias sociales, culturales, ecológicas y cívicas que esto implica. En lugar de fomentar el ser turista, se debe fomentar el concepto de ser viajero, lo cual da pie a una experiencia integral, en la que, aún de forma breve, se dé un contacto genuino y respetuoso con la gente y el lugar que se visita.

PUBLICIDAD
Pablo Aguinaco

Así las cosas, hay un mar de diferencia entre lo que ocurre en los más presupuestados, afamados y difundidos pueblos, en donde abundan los puestos ambulantes y —sin menoscabo de la sinceridad con la que las personas preparan sus ofrendas y esperan a sus difuntos— pareciera que todo, o casi todo, es un gran escenario que busca sobre todas las cosas, el complacer a los turistas. No ocurre así en pueblos más recónditos o con menor difusión mediática como Arocutin, Tócuaro y, en otra región, Charapan. En estos lugares (unos más unos menos) la celebración es primordialmente comunitaria y la mayoría son visitantes que procuran un acercamiento relativamente considerado. No falta por ahí el borracho impertinente o la catrina con sombrero de luces de neón, pero no son mayoría como en el caso de otros sitios en los que el alcohol, las hordas de turistas con caras pintadas y diademas de flores, autobuses que no caben en las estrechas calles coloniales, conciertos y música a todo volumen y ambulantes por todas partes que en ocasiones ni siquiera son gente de ese pueblo, son los invitados principales.

Por suerte, otros pueblos disfrutan de cierta intimidad al no ser tan visitados, lo que permite que el rito se realice de manera más tranquila. En Tócuaro, pueblo de grandes mascareros y excelentes bordadoras, se vela en las casas con grandes y vistosas ofrendas a los fallecidos ese año antes de agosto, ya que los difuntos que partieron después llegarán hasta el siguiente año porque el alma tarda tres meses en llegar al cielo, según su tradición. Aquí es típico el pozole rojo y la recreación de la figura del fallecido con su ropa, su sombrero o rebozo y sus zapatos, aunque algunas personas antes de dejar el cuerpo dan indicaciones de qué quieren y que no en sus ofrendas. Una peculiaridad es que el día primero es también “el día de robar”, juego comunitario que consiste en que está permitido robar de cualquier casa objetos y pertenencias que son colgadas en la torre de la iglesia y que deben ser recogidas por sus dueños a la mañana siguiente ante las miradas divertidas de los pobladores, que en ocasiones prefieren no reclamar nada si se trata de su ropa interior hurtada del tendedero. El día dos de noviembre, todos suben al cementerio y ahí conviven compartiendo la comida y el afecto.

Pablo Aguinaco

Charapan, con sus magníficas trojes, máscaras, danzas y sus elegantes gabanes de lana es, tal vez por la lejanía de la capital, un caso de total celebración comunitaria sin consideración de cuestiones económicas o turísticas ajenas a la velación; si bien son absolutamente cálidos y generosos con quien se acerque con respeto a conocer esta tradición. Destacan sus impresionantes altares en las casas de los difuntos de ese año, que serían la envidia de cualquier artista contemporáneo que se jacte de “hacer instalaciones”, los ricos tamales que se ofrecen a los que acompañan a la familia y al difunto que llega. Al día siguiente el pueblo luce vacío y el cementerio se llena de vida, color y alegría. Ahí se colocarán las cruces de yarin a los fallecidos ese año.

En estos casos se cumple la función social comunitaria sin corromper el sentido que las propias comunidades han ido dando a estas fechas del primero y dos de noviembre, que, si bien pueden no ser milenarias, sí se ha conformado ya como un rito necesario para el desarrollo social y dan fe de que los ritos funerarios complejos son uno de los rasgos que nos distinguen como seres humanos.

Sin negar la necesidad de actividades que signifiquen una derrama económica considerable que llegue a la mayoría de la población, sí se invita a una reorientación de metas y objetivos en pro del bienestar de todos en esas fechas, tanto de los vivos como de los muertos.

*Va esta publicación con un agradecimiento a Yolanda Acha, de Charapan y a José Hugo Orta, de Tócuaro, por su apoyo y hospitalidad.

Erandi Avalos, historiadora del arte y curadora independiente con un enfoque glocal e inclusivo. Es miembro de la Asociación Internacional de Críticos de Arte Sección México y curadora de la iniciativa holandesa-mexicana “La Pureza del Arte”. erandiavalos.curadora@gmail.com