Esta herida llena de peces

“Una madre es algo que duele. Es herida y cicatriz. Para un niño, una mamá es la persona que pregunta si quiere leche en el chocolate, la que regaña cuando camina descalzo por la casa, la que prueba la sopa primero, se quema la lengua y espera que enfríe un poco. Una madre es la persona que está”,

“Esta herida llena de peces”

Yazmin Espinoza

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Acomodé el auto frente a la casa, apagué el motor y todo se quedó en silencio. Levanté la vista al espejo retrovisor y vi a mi bebé en su silla, dormida, arrullada por el camino de vuelta de dejar a su hermana mayor en la guardería. Luego de observarla unos segundos, me devolví a mi misma la mirada en el espejo, y me di cuenta de que estaba llorando.

El audio libro de “Esta herida llena de peces”, de Lorena Salazar Masso, había estado sonando en mi radio durante más de una semana en todos mis viajes de regreso a casa de la guardería. Una narración que acababa de terminar, y me había dejado el corazón roto.

En la historia, una madre y su niño viajan en canoa por el caudaloso río Atrato. La madre es blanca, el niño es negro. Entre manglares, frutas y trenzas, la narradora le va contando a la pasajera de al lado su infancia, sus recuerdos y cómo el pequeño llegó a su vida una mañana calurosa. La lancha avanza, la inquietud se acrecienta. La mujer preferiría no llegar o dar la vuelta.

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Esta es una historia sobre el arraigo, el miedo y la maternidad en un contexto de violencia, sobre los peligros de la selva colombiana. A través del lirismo de su prosa, Lorena Salazar Masso crea una atmósfera adictiva y nos traslada a un mundo a veces onírico y otras descarnadamente realista en el que la ternura y la belleza de las imágenes salpica.

“Una mujer se convierte en madre cuando su bebé chilla por primera vez, cuando aprueban los documentos de adopción, cuando alguien deja un niño encima de su cama como si fuera una flor marchita. Llega. Ser madre es algo que llega”.

Toda la narración de Lorena es justamente como un río, tiene sus aguas calmadas, aquellas que nos permiten disfrutar del paisaje y el lenguaje que nos rodea, sin embargo, a veces sin esperarlo, nos arrastra a unos rápidos que dejan sin aliento, y nos salpican de lágrimas.

Los personajes se te meten al corazón, a través de los oídos, de los ojos, de la piel. Un niño que tiene dos mamás con historias muy diferentes pero que se cruzan hasta desembocar en su amor por él.

Es una novela bella y dura, que a veces te envuelve en pasajes poéticos, y otras te avienta la realidad a la cara. La amé, y la sufrí.

La historia comienza desde el muelle de Quibdó (capital del departamento del Chocó y una de las regiones más importantes del Pacífico Colombiano) como punto de partida y se desarrolla a través de nueve capítulos, de los cuales ocho son parte del viaje. Y es que, una madre ausente, que dejó a su hijo en manos de una desconocida, decide, de pronto, que quiere volver a verlo. Y la madre que lo ha cuidado no puede negarse, aunque la paralice el miedo de pensar que podría quitárselo.

“Yo soy la mamá: yo le canté. Le di de comer, le limpié los oídos. También le enseñé a ser un buen niño. Quizás lo único que he hecho todo este tiempo es prepararlo para que perdone a su madre”.

Al final, la autora nos muestra que los hijos no son de nadie, ni de sus madres. “Yo soy mío”, responde el niño en uno de los capítulos cerca del final, cuando te das cuenta de que ambas mujeres se sienten incompletas, pero están dispuestas a sacrificar lo que sea por la felicidad del pequeño.

Luego, el final, un capítulo tan doloroso como crucial de la historia colombiana y que enciende una luz que dice “prohibido olvidar”. Prohibido olvidar la verdad, las muertes, la guerrilla, el combate, la sangre de los inocentes vertida sobre el río.

Y yo lloro, lloro al imaginarme ese árbol de limones, esos muertos que son como peces, y esos niños que se convierten en pájaros.