Jorge Orozco Flores, colaborador La Voz de Michoacán El hombre puede ser muy ingenuo y tomar por esperanzas lo que no son más que ilusiones. Eduardo Nicol, “La vocación humana” 1947. En mayo de 1942, mientras Franco aún firmaba sentencias de muerte en Madrid y México discutía a gritos si la universidad debía seguir siendo socialista o simplemente libre, un exiliado catalán de treinta y cuatro años subió al estrado del Aula Mater del Colegio de San Nicolás en Morelia. Habló sobre la idea del hombre. Nadie en la sala, entre los boicots estudiantiles y los discursos oficiales, imaginó que aquel capitán republicano que había dormido en la arena helada francesa sobreviviría no solo al dictador (que aún tenía treinta y tres años de tiranía por delante), sino a la propia nada que Heidegger había declarado inevitable. En febrero de 1939, con Barcelona ya bajo control de las fuerzas franquistas, el capitán Eduardo Nicol cruzó a pie los Pirineos y fue internado durante semanas en el campo de Argelès-sur-Mer, una playa gélida donde los exiliados republicanos dormían a la intemperie bajo la vigilancia francesa. Desde allí fue trasladado a Tolosa, donde intentó retomar clases, pero las privaciones del exilio lo obligaron a embarcar como asilado político en el Sinaia, el primer vapor fletado por el gobierno de Lázaro Cárdenas que partió de Sète rumbo a Veracruz. Tras diecinueve días de travesía llegó a México en junio de 1939, exhausto, sin certezas sobre si alguna universidad acogería a un filósofo catalán de treinta y un años que había perdido patria, biblioteca y futuro. En la Ciudad de México fue recibido en La Casa de España, donde Alfonso Reyes, con su habitual generosidad, lo integró al grupo de intelectuales refugiados. Mediante una gestión personal, le consiguió una plaza docente en la UNAM. Convirtió, así, su desarraigo en el inicio de una nueva vida intelectual que se prolongaría por más de medio siglo. El catalán Eduardo Nicol nació en Barcelona el 13 de diciembre de 1907 y falleció en la Ciudad de México el 6 de mayo 1990, a los 82 años. Exiliado por la victoria de la dictadura que lo expulsó de España, vivió lo suficiente en México como para presenciar, desde la distancia, tanto el surgimiento como la caída del régimen que le obligó a reconstruir su vida a este lado del Atlántico. Es precisamente esa doble experiencia —la del exilio republicano español y la del acogimiento mexicano— la que convierte a este hombre en una figura clave para entender el México de posguerra: un intelectual que, desde el dolor de la derrota, ayudó a sembrar en suelo michoacano las semillas de una Universidad libre y humanista. En el Colegio de San Nicolás Durante el rectorado de Victoriano Anguiano Equihua, la Universidad de Primavera “Vasco de Quiroga” alcanzó su máxima expresión como proyecto de extensión cultural y académica. Iniciada en mayo de 1940 bajo el impulso federal y el rectorado de Natalio Vázquez Pallares, tuvo su segunda edición entre el 19 de mayo y el 1 de junio de 1941, inaugurada en el Primitivo y Nacional Colegio de San Nicolás de Hidalgo por el presidente Manuel Ávila Camacho y respaldada por los exrectores Enrique Arreguín (entonces subsecretario de Educación) y Jesús Díaz Barriga (director general de Educación Superior e Investigación Científica), congregando a la élite intelectual mexicana en seis grandes áreas temáticas. Sin embargo, la tercera edición, realizada del 11 al 15 de mayo de 1942 con el apoyo de la Comisión Mexicana de Cooperación Intelectual presidida por Samuel Ramos, quedó marcada por el boicot estudiantil de la FEUM contra la presencia del secretario de Educación Octavio Véjar Vázquez. Los estudiantes, aferrados al legado cardenista de la educación socialista de la Ley Orgánica de 1939, interpretaron la invitación personal del rector Anguiano a Véjar Vázquez como un intento deliberado de suprimir el carácter socialista de la Universidad y reemplazarlo por la “libre cátedra”: una enseñanza sin compromiso revolucionario, abierta a cualquier ideología y, en su interpretación, regresiva y porfiriana. Anguiano y las autoridades, en cambio, lo defendían como mero apoyo institucional y protocolar. Reivindicaban la libre cátedra como condición indispensable para la pluralidad intelectual y la inserción de la Universidad Michoacana en el debate universal, sin dogmatismos ni exclusiones ideológicas. El desacuerdo derivó en interrupciones, bloqueos de aulas y cancelación de sesiones que deslucieron el evento. Lo convirtieron en el episodio más agudo de la pugna entre el ideal socialista revolucionario y la apertura plural en el México de Ávila Camacho (1940-1946). En ese mes de mayo de 1942, invitado por el rector de la Universidad, Victoriano Anguiano, Eduardo Nicol llegó a Morelia para impartir su curso dentro la Universidad de Primavera “Vasco de Quiroga”. En varias sesiones, durante cinco días expuso su cátedra en histórico Colegio de San Nicolás. Todo a pesar de las fricciones políticas. El hilo conductor fue la idea del hombre a través de la historia —del hombre griego en Aristóteles al cristiano en San Agustín, pasando por el moderno y la renovación de la psicología como ciencia—, culminando con su propia “Psicología de las situaciones vitales”. “La vocación de la muerte” —dijo Eduardo Nicol—, “es en sí misma, aunque sabido, algo independiente del saber que sobre ella puedan acumular los mortales. La muerte determina la forma de este ser; y como el ser del hombre es vida, la vida está determinada por la muerte. Se vive —se existe— en función de la muerte —de la nada—”. Frente a esta radicalidad ontológica, Nicol contrapone la otra llamada que habita en lo profundo del hombre: la vocación vital, esa tensión constitutiva que proyecta siempre hacia un mañana inacabado. Así, la existencia humana aparece como doble búsqueda: “Aspira el hombre a completarse, y ésta es su vocación vital, activa siempre dentro del límite de su posibilidad o potencia; pero sólo se completa con la muerte, la cual agota no sólo su potencia, sino su acto: su ser mismo”. En ese cruce se abre la paradoja que Nicol señala con rigor fenomenológico: la vida auténtica puede orientarse hacia la trascendencia y experimentar la muerte no como aniquilación última sino como puerta de plenitud; “la vocación de la muerte es la vocación de la verdadera vida” —dice— y añade: “Vive esta vida con autenticidad y sin angustia precisamente porque le niega la autenticidad a todo lo inmanente. Esta es la paradoja del creyente”. La fe transforma así la tensión temporal: lo finito sigue siendo finito, pero la muerte deja de ser la nada inapelable y se convierte en término cualificado por la esperanza. En el corazón de sus ideas, Eduardo Nicol desvela con precisión quirúrgica la paradoja que atraviesa la existencia. “Dejando al margen el problema de la trascendencia, del más allá de la muerte, no parece legítimo concebir a la muerte como nada. La muerte es susceptible de cualificación: no es cosa neutra y anónima. Hay muchas maneras de morir. No siempre podemos los mortales realizar la muerte que quisiéramos, lo mismo que la vida. Pero, desde luego, cada cual muere a su modo, unos con mayor originalidad que otros. El morirse es un acto de la vida; el último acto, pero pertenece todavía a la tragedia de la vida y tiene toda la coloración de los demás actos vitales. También la muerte sirve para juzgar de la vida, pues la completa. Hay muertes nobles y ruines, muertes que son oportunas y otras prematuras o tardías, muertes agitadas y muertes apacibles”. Las conferencias, tomadas en versión taquigráfica, se publicaron poco después bajo el título: “Psicología, filosofía y ciencia” en la revista “Universidad Michoacana”. Constituyó su primera intervención académica significativa fuera de la Ciudad de México. Fue un breve pero intenso capítulo moreliano en su temprana trayectoria mexicana. El exiliado que ganó la partida Una mañana de 1990, en un departamento sencillo de la capital mexicana, Eduardo Nicol cerró los ojos para siempre. Franco llevaba ya quince años bajo la losa fría del Valle de los Caídos, convertido en un cadáver que ya nadie temía, custodiado por monjes benedictinos. El dictador había muerto en su cama, rodeado de crucifijos y médicos. El capitán republicano, en cambio, se fue en silencio, con ochenta y dos años, y la conciencia tranquila de quien cumplió su única obligación: seguir pensando. No hubo revancha ni gesto teatral. Desde México vio derrumbarse el régimen que lo expulsó, vio cómo la historia, con su lentitud, rectificaba al fin sus propias barbaries. Y mientras tanto escribió, enseñó, corrigió pruebas, discutió con alumnos, fumó su pipa y aceptó —sin aspavientos— que todo proyecto humano acaba. Esa fue su victoria: la más callada y la más rotunda. No necesitó que le devolvieran nada, porque ya se lo había ganado todo al convertir el desarraigo en pensamiento y la muerte política en vida auténtica. El tirano se llevó la patria; él se quedó con la vocación. Y cuando llegó su hora, la muerte —esa vieja conocida que había acompañado cada página de La vocación humana— no encontró en él ni miedo ni reproche, solo la serenidad de quien ya había entendido el juego entero. Bibliografía Eduardo Nicol, “La vocación humana”, Cuadernos Americanos, México, mayo-junio de 1947. Gerardo Sánchez Díaz, “Eduardo Nicol”, en La presencia del exilio republicano español en la Universidad Michoacana 1938-1966, UMSNH, 2021. Verónica Oikión Solano, “Victoriano Anguiano Equihua 1940-1943”, en La Universidad Michoacana y sus rectores 1917-2017, coord. Gerardo Sánchez Díaz, UMSNH-Congreso de Michoacán, 2017. Jorge Orozco Flores, en 2003 editó la “Guía Visual de Morelia; Patrimonio Cultural de la Humanidad”.