Víctor E. Rodríguez Méndez, colaborador La Voz de Michoacán Histriónico, desinhibido, sencillo, chulo, honesto, trabajador, provocador, sensible, listo, fenomenal, soberbio, inspirado, intuitivo, visceral, hábil, tenaz, endiabladamente tenaz, lúcido, confundido, solitario, divertido, bello, transparente... Con esa multiplicidad de capas, la miniserie documental Juan Gabriel: Debo, puedo y quiero (2025) de Netflix revela de manera inteligente y precisa a quien es considerada la mayor figura de la música popular en México y Latinoamérica. 75 años después de su nacimiento y a nueve tras su muerte, ¿qué más se puede decir de una figura pública como la de Juanga, cuyo genio y figura desató en su momento toda clase de críticas a su obra y vida por igual? La película de María José Cuevas (Bellas de noche, 2016; y La dama del silencio, 2023) es un documento audiovisual intrépido e interesante, con muchas escenas inéditas de la vida personal de Juanga, tomadas con su cámara personal, y que, además, plasma de forma muy concreta y puntual su ascenso a la fama. Expone, sobre todo, la dualidad del conflicto existente entre Alberto Aguilera, nacido en Parácuaro, y Juan Gabriel, el divo de Juárez, cuya línea narrativa nos da los indicios necesarios para entender los matices de un personaje excepcional, talentosísimo para hacer música y también muy claro en sus ideas y propósitos. Lo más sorprendente del documental es que nos permite saber que Juan Gabriel documentó su vida con fotografías y videos de grabaciones caseras desde muy joven, desde sus inicios difíciles en Ciudad Juárez y la Ciudad de México y sus días de gloria, hasta sus últimos días en que pareció presagiar y preparar su partida absoluta. Es así que el propio Alberto Aguilera Valadez cuenta la historia de Juan Gabriel, a la par de dos de sus hijos, sus amigos más cercanos y algunos colaboradores, quienes nunca aparecen a cuadro y sólo ofrecen sus testimonios con su voz en off. No deja de resultar conmovedor que, al resguardar con tanto cuidado esa parte íntima de su vida, es como si el artista siempre fuera muy consciente de su destino. Emocionó ver en el detrás de cámaras la sencillez de su vida privada y ver que no sólo fue un artista extraordinario, sino también fue un ser humano muy hermoso y vital, aunque al parecer nunca se sobrepuso al dolor provocado por su pasado de abandono y soledad («estoy más solo que la Luna», decía). En partes, de hecho, es inevitable no llorar y al final quedar impresionado con su historia y sus canciones. Sin duda, el cantautor más grande e influyente del mundo hispanohablante (el pasado 9 de noviembre más de 170 mil personas llenaron el Zócalo de la CDMX para ver y escuchar la proyección del concierto en el Palacio de Bellas Artes de Juan Gabriel, en 1990). Juan Gabriel fue un compositor prolífico de letras sencillas y sentimientos profundos; canciones, por cierto, construidas con aliteraciones gramaticales y rimas forzadas que, sin embargo, a final de cuentas, marcaron su sello inconfundible que llegó a conectar con millones de personas. Escribió no solo para él, sino para otros artistas; especialmente, con Rocío Dúrcal creó el tándem más maravilloso de la música mexicana. Fue asimismo un intérprete melodramático y un cantante singular con un rango de voz que le dio para cantar baladas, boleros y rancheras, estilos en los que compuso canciones icónicas que hoy forman parte importante de la cultura popular mexicana. Y no fue un santo. Tuvo sus deslices sentimentales, financieros y políticos; escribió grandes (muchas), regulares y pésimas canciones, pero hizo lo que quiso, y lo que hizo —como cantara Frank Sinatra—, lo hizo a su manera, tal como lo que era: una persona honesta, talentosa y genuina a más no poder. Víctor Rodríguez, comunicólogo, diseñador gráfico y periodista cultural.