Gustavo Ogarrio Como toda felicidad amarga cuyo destino en uno mismo no se escoge, el futbol es también esa nube de polvo en cuyos remolinos transcurrió la infancia, las tardes pateando un balón en rutinas concéntricas y tiradas al borde del camino, el comienzo de la “cáscara” que nunca se sabe bien cuándo termina; los gritos, los regaños, los goles imposibles de portería a portería, las rivalidades artificiales y verdaderas a un mismo tiempo. El gol olímpico que ha quedado arrumbado en mi memoria de llano. Sin embargo, el futbol es también una trampa de imágenes que salen de la televisión, esa máquina de robos a gran escala desde la cual se sustraen las figuras estelares de los barrios; mañanas luminosas en las que se soñaba que alguno de los nuestros llegaría…que una inexplicable y afortunada coincidencia se llevaría al mejor, al de las grandes gambetas ante la portería sin redes, al defensa macizo que también era una promesa a bajo costo, al mediocampista carismático en su mezcla de claridad y temple. También fue el aprendizaje de la crueldad, la suma lenta de violencias que tardarían años en detonar. Sí, hay fantasía, sueños conectados a los más profundo e inasible del mar de los deseos, pero también hay abyección, oprobio, futuras ruinas que corren por la cancha agrietada sin saberse en el abismo. No es un orgullo enunciar todas estas contrariedades, quiero pensar que solamente es necesario para colocarse ante esa maldita ambigüedad que lo atraviesa todo: Diego Armando Maradona murió hace cinco años y desde la cancha que de alguna manera todos hemos dejado atrás se oyen los momentos épicos de su historia, murmullos como abejas volando en estadios que no alcanzan a curar la enfermedad de la infancia recordada; también se escuchan los ecos negros que salen de la cueva del jugador más querido en la historia del fútbol.