¿De dónde sale tanto fuego?

Yo los escuchaba desde mi cuarto que estaba en lo alto, abría la ventana y dejaba que esa música destruyera en mí lo que quedaba del aroma conventual del catecismo y el sonido de las campanadas de la iglesia llamando a la última misa del día.

Gustavo Ogarrio

A pesar de las plegarias sin adornos con platillos finos de poco peso y aleaciones de cobre, a pesar de los tiempos sincopados que por un momento parecían eternos, muere también Lucifer: Tino Contreras. “Tino, ¿de dónde sale tanto fuego?”, le preguntaban en el pasillo para que Lucifer respondiera, después de “robarse” el festival de Indiana: “Pues arrancamos y si nos daban cinco minutos iban a ser los más célebres de nuestra vida así que le dimos con todo, tum, ba rum ba rum, do be do bi do, y al poco tiempo teníamos a los más de mil setecientos en la bolsa. Entonces llegó la contraorden: ¡Quédense hasta que el público se canse!”. Orfeo en los tambores que acompañan a ese sintetizador cargado de figuras catedralicias…muere Tino Contreras y junto a él, en este río mortal de perfumes sonoros, se va también a Juan Carlos Novelo, primer baterista de Caifanes. Con este último muere también una evocación mía de infante. Novelo vivía en la casa de al lado, en la calle de Melchor Ocampo en el Barrio de Santa Catarina… y por las tardes que se volvían noches tocaba a oscuras durante largas horas llenas también de un olor concentrado a casa vieja con humedad y de techos altísimos. A veces nos dejaba pasar al ensayo. Tirados en el piso para que, sin hacer ruido, escucháramos ese arrullo de tambores y platillos que se desdoblaban por el universo que surgía de la sombra de Novelo moviendo los brazos. Infantes sin destino, desordenados palillos chinos regados en el suelo, listos para crecer en este mundo sin entrañas… Quizás era el año de 1982, Novelo organizaba en su casa fiestas en las que tocaban Botellita de Jerez, Kerigma y Cecilia Toussaint, entre otros, para obtener fondos y abrir la Rockola. Yo los escuchaba desde mi cuarto que estaba en lo alto, abría la ventana y dejaba que esa música destruyera en mí lo que quedaba del aroma conventual del catecismo y el sonido de las campanadas de la iglesia llamando a la última misa del día.

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