Gustavo Ogarrio Cuando la muerte tome la forma del café con leche en las mañanas. Cuando las ramificaciones del sol crezcan en las sombras gigantes de los edificios o dibujen el nacer crepuscular en los campos de zarzamoras, en las horas remotas de las mañanas felices. Cuando se hayan apagado todos los recuerdos de tus perros leales, aquellos que ignoraste en nombre del avance de la Humanidad. Cuando no quede nada de la ternura de ese amante furtivo que te regalo círculos concéntricos en tu espalda y algo de sus batallas contra la muerte. Cuando odies desde la raíz todo aquello que merece odiarse: la injusticia en el gesto torcido del niño que agoniza y reclama para sí todos los paraísos perdidos; o cuando simplemente reniegues con sinceridad de este simulacro del fin del mundo. Cuando hayas perdido las conversaciones prometidas en los viajes que habrás cancelado para siempre y el asombro de la nieve cayendo como un abismo fragmentado no pueda ser ya tu destino. Cuando desde el parque descalzo escuches por última vez el murmullo invencible que hace crecer la lluvia y que al mismo tiempo sostiene los motivos indomables de la tormenta. Cuando hayas visitado todos tus sueños y permanezcan intactas e imposible las razones pueriles de tu deseo. Cuando se asomen en tu mirada distraída los funerales de tus amigos muertos. Cuando por fin te des cuenta que no añadiste nada a los siglos y tus aires de trascendencia se reconozcan en el puño de polvo que te levantara para siempre de este mundo. Cuando la música sin camaleones no pueda ser más la huella de una tarde de amor con excesos de vino y de comida. Cuando no haya tiempo para decir “no” y la vida te arrastre en su final de telenovela hasta los pies de ese pergamino que sobre tu tumba dirá lo que nunca pensaste de lo que permanece y te borra. Cuando la espuma del olvido se agite en silencio como la única patria del porvenir.