Intruso

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Gustavo Ogarrio

Lo que más angustia le producía era mirarse al espejo o contemplar su figura en algunas de las fotografías de familia que se encontraban por toda la casa. Esas fotos que en pocos minutos lo colocaban ante la secuencia invencible de los años transformados en gestos envejecidos, en cuerpos alterados por el desgaste impalpable del tiempo, en sonrisas posadas, esas fotos en las que aparecía sin escapatoria, anónimo y familiar. En verdad parecía su rostro, sus manos, su manera de cruzar los brazos, su mirada. Fotos con esa esposa, con esos hijos, con los que deberían ser sus suegros, posiblemente con sus padres.

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Era como si toda su vida fuera entregada en pocos segundos al crecimiento sedentario, al paso de los años. Nadie parecía advertir sus rasgos de desconocido, de extranjero en aquellas vidas. Todos sonreían en las fotos, todos menos él. Como si sólo él fuera consciente de su condición de intruso. Alguna tarde se habrá dedicado a buscar los rastros de su antecesor. No encontró la manera de comprobar que alguien más había vivido en aquella vida. Al día siguiente, por la noche, fueron a casa de Juliana y Alejandro. Juliana tenía siete, quizás ya los ocho meses de embarazo, calculó él por el tamaño de su vientre.

Alejandro continuamente lo tomaba del brazo y lo llevaba a charlar a una pequeña terraza desde la cual se apreciaba un enorme jardín, la alberca iluminada y las figuras monumentales de dos mascarones. Alejandro le contaba anécdotas de sus viajes y muchas veces lo sorprendía al preguntarle por lugares que parecía que ambos conocían. Él le ayudaba a Alejandro a recordar el nombre y los ambientes de algunas ciudades, restaurantes al pie de soledades costeras, caminos y rutas que venían a su cabeza sin que hiciera un gran esfuerzo de memoria, como si lo asaltaran sabiendo que no eran del todo suyos esos recuerdos.

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