Gustavo Ogarrio / La Voz de Michoacán El peso de la noche fronteriza se expresa con sencillez para anunciar lo esencial en un breve juego de palabras: “¿Quieres bailar esta noche? Vamos al Noa Noa, Noa Noa, Noa Noa, Noa vamos a bailar”. Candidez festiva, recuerdos de un lugar nocturno en Ciudad Juárez que asume su condición de centro del mundo, el encantamiento ceniciento que dicta “bailar toda la noche”. Y entonces, bajo los volcanes sagrados, en un domingo espléndido con guisos mitológicos y bebidas alucinógenas en la mesa, llegó el mensajero de las oscuridades a comunicar que el último de los magníficos había muerto: ese Dios inusual que cantaba desde el dolor cuasi trágico y desde el amor como religión laica, desde la alegría candorosa que presume su pobreza primera para complementarla con el eterno retorno del abandono que ya es amor imposible. Esta deidad, que se movía ya al final como un Elvis mexicano en decadencia amable, enfebrecido de sí mismo, se extinguía en su última mañana de domingo californiano. Sobre su pueblo cursi y melodramático empezarían a caer las últimas profecías de los Ídolos Más Grandes y de Juan Gabriel, el que moría, sólo quedaría su voz amplificada, sus millones de copias de discos vendidas y sus billones de reproducciones en el todavía más vasto mundo del internet, repartidas por el Universo de alta definición; todas estas canciones tan bellas diseminadas por los siglos de los siglos en el metro, en la montaña, en la cantina, en las comidas familiares, en el cilindrero de la Plaza Principal, en el último de los rincones de esta Patria desmembrada, tan sólo para acompañarla, con esa candidez estupefacta de sus letras de amores también sagrados y de olvidos que duran más que la eternidad misma, en su último descenso a los infiernos. Y todos hablarán de esto y cantarán el “Noa Noa” hasta el final de los tiempos...