Poema

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Gustavo Ogarrio

En ese momento se escuchó que Federico gritaba: “¡No encuentro a mi mamá!” Julio se incorporó rápidamente y subió por la estrecha escalera que salía al jardín. Intenté alcanzarlos, pero Federico me gritó desde lejos que mejor me quedara para vigilar a la abuela.

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Subí con cierto temor y expectación hasta el segundo piso. Imaginé que el cuarto de la abuela de Federico era el que se encontraba al final del pasillo. Entré en silencio y al dar unos cuantos pasos dentro del cuarto dije, con una voz apagada: “Buenas tardes”. Frente a una gran ventana se distinguía una silueta encorvada, clavada en una silla de ruedas y que con un movimiento de sus pequeños hombros amenazó con girar.

Pensé que no sería capaz de soportar que la anciana volteara hacía mí. Entonces vi su cara carcomida por los años y su figura me pareció más desconocida que nunca. No sé si vi o imaginé que su pierna derecha estaba cortada a la altura de la rodilla y que un muñón se asomaba desde el final abrupto de su extremidad. Con dificultad la anciana me señaló un artefacto que estaba sobre la cama. Me aproximé y lo tomé con mi mano izquierda.

Al dárselo sonrió o yo creí que me había sonreído. Se acomodó lentamente la prótesis y giró con la misma lentitud hacia la ventana. Yo retrocedí y salí del cuarto también en silencio. No sabía si esperar a Federico y a Julio o dar por concluido mi día de iniciación con los escribas. Opté por permanecer al pie del jardín. Después de dos horas me marché a casa. En el camino recordé el inicio de un poema que había leído en el archivo: “Me arranco las visiones y me arranco los ojos cada día / que pasa. / No quiero ver ¡no puedo! ver morir a los hombres cada / día. / Prefiero ser de piedra, estar oscuro, / a soportar el asco de ablandarme por dentro y sonreír”, Gonzalo Rojas.

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