Una máscara

En enero de 1984, un par de semanas antes de su muerte (5 de febrero de 1984), El Enmascarado de Plata removió su máscara por unos segundos en el programa Contrapunto

Gustavo Ogarrio

Nunca fui un devoto de Blue Demon o de Tinieblas o de Fishman o del mismo Perro Aguayo, aunque confieso que fui sorprendido en el abismo de la adolescencia cuando El Santo se quitó la máscara ante Jacobo Zabludovsky.

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En enero de 1984, un par de semanas antes de su muerte (5 de febrero de 1984), El Enmascarado de Plata removió su máscara por unos segundos en el programa Contrapunto, por unos breves instantes que fueron repetidos en muchos programas de televisión, a todas horas, gracias a la exclusiva que el luchador mítico le había concedido al que también era el conductor del noticiero 24 Horas. Quizás lo que sentí fue una breve traición, el más absurdo suicidio de un misterio: El Santo se había desenmascarado voluntariamente sin aparente justificación ante una figura de la televisión que yo ya consideraba si no repulsivo al menos molesto, con fastidio; un personaje, Jacobo Zabludovsky, que brota en una zona de mis recuerdos como profundamente abominado, lascivamente rechazado, en un sentimiento que podría llamarse la antesala instintiva de mis rechazos conscientes.

No entendía por qué había tomado esa decisión el que después se hizo llamar Rodolfo Guzmán Huerta. Quizá también me molestaba que, de una manera muy básica, yo me daba cuenta que nada podría restituirle a El Santo ese leve misterio que siempre se advierte en una máscara. Todo esto ocurría muy lejos del ring y del montaje fascinante de la lucha libre en su versión popular.

Era también una muerte previa a la muerte verdadera, algunos periodistas después especularon que todo fue parte de una premonición del enmascarado, un presagio del fin; el espectáculo televisado de un enigma atormentado por la inmortalidad imposible.

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