LA CASA DEL JABONERO | Prohibición inútil

Silenciar los narcocorridos no hará que el narco deje de existir, sólo es un intento gubernamental por mantener su narrativa, esa de los boletines donde todo es paz, seguridad y armonía

Jorge A. Amaral

En marzo de 2011, aún durante el sexenio de Felipe Calderón, más de 700 medios de todo el país firmaron el Acuerdo para la Cobertura Informativa de la Violencia. El emisario para hacer llegar la invitación fue el empresario Claudio X. González, y la finalidad, según dijeron, era no ser mensajeros del narco, o al menos ese fue el motivo anunciado, cuando en realidad de lo que se trataba desde el gobierno era monopolizar el manejo de la información. En una época en que las redes sociales empezaban a cobrar auge y surgían medios independientes en internet, se llamó a la prensa a firmar, entre otros, los siguientes puntos:

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Tomar postura en contra: siempre contra el narco, nunca a favor, y entonces bastaba con que el gobierno dijera que una manifestación ciudadana era orquestada por narcotraficantes para de inmediato denostarla en los medios.

No convertirse en vocero involuntario de la delincuencia organizada. Esto es, no difundir mensajes de los que se mandan entre ellos mediante cartulinas sobre los ejecutados, pero tampoco comunicados como los de la Familia Michoacana, volantes, mantas o demás expresiones en las que se señalara a políticos o mandos policiacos y militares de obedecer a los intereses de tal o cual cártel.

Atribuir responsabilidades explícitamente. En caso de registrarse una balacera, decir de qué cártel eran; si se detenía a algún líder criminal, informar a qué organización pertenecía. Un detalle importante en este punto también es que, si el Estado incurría en alguna falta, los medios debían consignarlo, pero si el Estado hacía las cosas bien, había que recalcar que la violencia era generada por criminales. Esto se usó muchas veces para criminalizar a las víctimas: esa familia que iba en su carro fue baleada no por un error del Estado, sino porque la camioneta se veía sospechosa y el papá no atendió cuando le marcaron el alto, así que los soldados pensaron que se trataba de una célula delictiva.

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Este último punto es la causa por la que, en el lenguaje periodístico, aprendimos que cuando un civil muere por mano de otro, es asesinado; si un agente del orden muere por mano de criminales, cae en cumplimiento de su deber, y si un criminal o sospechoso de serlo muere a manos de agentes del orden, es abatido. Eso sin contar los daños colaterales que Calderón explicó en su momento.

El acuerdo también contemplaba alentar la participación y la denuncia ciudadana y establecer incluso algunos mecanismos de protección a periodistas, los cuales en realidad sólo estaban en las buenas intenciones de los abajo firmantes, porque las agresiones a la prensa arreciaron en estados como Tamaulipas, Chihuahua, Veracruz o Guerrero.

Aunque en apariencia eran buenas intenciones, la firma del acuerdo, encabezada por los dueños de los principales medios de comunicación y sus conductores y plumas estrella, en realidad fue un acuerdo de autocensura en un país que necesitaba mostrar al mundo lo que ocurría. Por fortuna hubo medios valientes, como Proceso o El Blog del Narco, que siguieron dando cuenta de la barbarie y el baño de sangre en que el país estaba sumido.

¿Por qué me acordé de esto? Porque actualmente estamos ante algo similar. Por las presiones del gobierno (políticas y sobre todo económicas), muchos medios deben no sólo acceder a la censura, sino ya de plano recurrir a la autocensura como medio de supervivencia. Y es que, en distintos niveles y con variadas formas, el gobierno siempre busca mantener el control de la narrativa. Pero también me acordé por la polémica que ha causado la prohibición de los narcocorridos.

Sé que mucha gente, sobre todo en redes sociales, dice que qué bueno, porque es una porquería de música, porque es más bonito escuchar a Vicente Fernández lamerse las heridas o a su hijo incitando al feminicidio. Pero la pregunta del millón es si se gana algo o algo se resuelve prohibiendo un género musical.

Antes de continuar debo decirle: no me gustan los narcocorridos, ni siquiera soy amante de la música mexicana (salvo contadísimas y muy selectas excepciones) así que no vengo a defenderlos. Lo digo porque no vaya a ser que alguien me lea diga “pues cómo no va a defender esa música si, míralo, desde acá se le ve”, y yo con mi cara de “¿quihúbole qué?”.

Prohibir los narcocorridos es pretender luchar contra la violencia sin enfrentar a los que la generan, sino callando a quienes hablan de ella. Y entonces Luis R. Conríquez ve arruinada su presentación y su equipo destrozado en el Palenque de Texcoco por una turba de cavernícolas que quieren escuchar esa música mientras los narcos, tiradores, extorsionadoras y demás mañosos de Texcoco siguen operando a sus anchas. O en Chihuahua un cantante tiene que pagar la multa porque se le fueron dos o tres corridos en el repertorio mientras las agrupaciones que operan ahí siguen ganando millones de pesos con las actividades criminales. Ejemplos así podemos poner por decenas.

Pero entonces, viene otro tema: la libertad del público para consumir el contenido que le gusta. Lo comento porque en Morelia el Cabildo ya analiza no sólo prohibir eventos donde se canten narcocorridos en vivo, sino también que en bares, antros o cualquier establecimiento no se reproduzcan pistas de audio, o sea, canciones. Y de aprobarse, irían más allá: que ni en fiestas particulares la gente pueda poner música bélica, tumbada o alterada.

Si en un video de Tito Doble P (por poner un ejemplo) no se asesina a nadie, no se abusa de nadie ni se comete un crimen, puedo reproducirlo tranquilamente, dado que no involucra daños a nadie (salvo a mis oídos, porque el muchachito canta lo que le sigue de horrible). Entonces, no hay motivo para prohibirlo.

Ahora, hay casos particulares en los que un concierto sí debe hacerse en lo clandestino, como los que organizan neonazis, porque esa música sí alienta al odio, la discriminación y la violencia por motivos raciales, sociales, sexuales, políticos y religiosos. Pero en ningún corrido o narcocorrido se escucha “anda, chico, vuélvete narco” o “seamos narcos todos”. No. Con recursos líricos sumamente limitados, como de alguien apenas alfabetizado, sólo se habla de un estilo de vida y hábitos de consumo que definen la narcocultura, porque los compositores actuales ya ni siquiera cuentan historias, no narran hazañas. Los autores de la música popular con corte o influencia vernácula se han vuelto tan básicos que únicamente describen lo que ven. En esas se viera usted que surgiera otro Paulino Vargas para narrar la historia de la Chapiza como se narró la de Lamberto Quintero en voz de Antonio Aguilar.

Y además hay otra cosa sobre el intento moreliano de normar los narcocorridos: si de por sí prohibir un espectáculo es violar el derecho a la libertad de expresión de los artistas, que además se pretenda regular qué se escucha en un bar o restaurante es decirle a la gente cómo divertirse, y si las sanciones se llevan a una fiesta particular, ya es invadir la privacidad de las personas. Y mientras eso se discute en el Cabildo moreliano, hay colonias llenas de tiradores.

Ahora bien, si un cantante está relacionado con actividades ilícitas, que se le investigue, procese y sancione; si un promotor, productor o artista lava dinero para el narco, igual, que no quede impune, pero que también se vaya tras sus patrones, porque en la industria criminal nadie opera solo.

Por último: silenciar los narcocorridos no hará que el narco deje de existir, sólo es un intento gubernamental por mantener su narrativa, esa de los boletines donde todo es paz, seguridad y armonía. Prohibir un género musical no es lo más viable, por muy malo que éste sea musicalmente.

Otrosí: ¿entonces ya no?

A propósito del reciente homicidio (10 años después) del exfederal Iván Morales Corrales en Temixco, Morelos, ahora me pregunto si desde el 1 de mayo de 2015 –cuando se orquestó un operativo para detener a un capo de alta gama y que terminó con un helicóptero destrozado–, al gobierno ya se le quitaron las ganas de atrapar a ese señor. Y es que, además de ese intento fallido en el sexenio de Peña Nieto, en los dos periodos que van de la 4T no se les ha visto mucho interés que digamos. Caray, ya ni por el honor. Es cuánto.