LA CASA DEL JABONERO | Reivindicando al “güey”

Con el reality show Big Brother nació una deformación de una de las palabras que más han distinguido el habla coloquial del mexicano: güey.

Jorge A. Amaral

Con la llegada de los mensajes de texto en los teléfonos celulares hubo que optimizar las formas de escribir, pues recordemos que los mensajes demasiado largos podían incluso tener un costo mayor o de plano no enviarse completos. Eso hizo que las que en ese entonces eran las nuevas generaciones buscaran alternativas, como acortar palabras.

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Por otro lado, más o menos en esa época llegó a la televisión mexicana el reality show Big Brother, en el que un grupo de urgidos de fama se metió a una casa vigilada con cámaras las 24 horas del día, los 7 días de la semana. el televidente podía decidir si contratar un servicio de televisión de paga para poder ver en cualquier momento lo que hacían los participantes del concurso o esperar a ver el resumen todas las noches en televisión abierta, por medio del Canal 5 de Televisa. Justo ahí nació una deformación de una de las palabras que más han distinguido el habla coloquial del mexicano: güey.

En ese reality show, los participantes nunca brillaron por su nivel cultural ni por la amplitud de su vocabulario. Eran más bien animalitos de comportamiento bastante simple, por lo que, en sus conversaciones, en las discusiones y en cualquier otro tipo de expresión, siempre eran las mismas palabras. Es más, si alguien se hubiera dado a la tarea de trascribir todos los diálogos del reality, en lugar signos de puntuación hubiera usado la palabra “güey”, dicha indistintamente para referirse a hombres y mujeres.

La cosa es que, en ese entonces, ese término aún era considerado altisonante por la moralidad televisiva mexicana, que bien podía poner insultar la inteligencia del televidente con Big Brother pero se ofendía con ciertas palabras del folclor verbal del mexicano.

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Entonces, como en las transmisiones de Big Brother se recurría a los subtítulos cuando los participantes hablaban quedito, la persona encargada de esa labor decidió reemplazar la palabra “güey” por “wey”, que sonaba igual e implicaba lo mismo, pero ya no era altisonante, sino una forma de hablar de la chaviza. Válgame el Señor.

Eso, aunado a la austeridad de caracteres a que obligaban los mensajes de texto, hizo que el léxico de los más jóvenes cambiara de forma radical, reemplazando, además de “güey” por “wey”, “por qué” por “xke”.

Luego llegaron las redes sociales, donde había restricción de caracteres, y también se fueron moldeando nuevas formas de expresión verbal, con auténticas deformaciones al idioma, además de la adopción de anglicismos para describir situaciones y conductas.

Ahora la palabra “güey” ya ni siquiera es “wey”; hoy se ha reducido a un mísero “we”, que nada tiene que ver con la primera persona del plural en inglés, sino que refleja, junto a la adopción de decenas de anglicismos, cómo de la economía del lenguaje se pasó a la miseria, a la total pobreza. Y claro, no es que la palabra “güey” fue un vocablo muy refinado que digamos, pero era parte de una identidad en tanto que mexicanismo, como el pulque y el mezcal. Veamos un poco de qué va el asunto.

Como seguramente usted sabe, sobre todo si tiene más de 30 años, la palabra “güey” es una deformación de “buey”, que es un toro castrado con fines prácticos, ya que, al ser más manso, es más apropiado para el trabajo, como en las yuntas.

Así el término empezó a usarse para referirse a personas torpes, no muy avispadas o que se hacen como la virgen les habla. “En el gobierno están bien bueyes”, “Silvano sólo se hizo buey”, “nos quieren ver la cara de bueyes”, se hubiera dicho en aquel momento.

Pero en algún punto de la historia, el vocablo empezó a ser sujeto de modificaciones que se han dado en otras voces, como “abuelo” o “bueno”, para ser “agüelo” o “güeno” en algunas regiones. Esto, en términos académicos, es la velarización del sonido bilabial oclusivo sonoro en la letra “b”, a la que se le da el sonido de la “g”. Claro que, como decía más arriba, no es que esas deformaciones reflejen los más refinados modales, pues el fenómeno es frecuente cuando se tiene una “b” seguida del diptongo “ue”, y suele estar adscrito a un nivel sociocultural con una escolaridad baja, como la terminación con “s” en algunos verbos, como el versificador del barrio que escribió: “Desde que te juistes, ya no cuento mis chistes, y es que tú dijistes que nunca me quisistes”.

Pero eso fue en el siglo XIX, porque ya en el XX el término fue tomado en cuenta por intelectuales y escritores en tanto que un rasgo identitario de uno de los tantos méxicos que cohabitan este país. Así que en el siglo pasado se volvió un concepto mucho más amplio hasta alcanzar un sentido neutro o positivo, dejando de ser una ofensa para ser una forma familiar de referirnos a otros individuos, al grado de que funciona como en algunas otras regiones se usa el “cocho”, “primo”, “valedor”, “amigo”. La primera vez que el vocativo “güey” se escribió formalmente fue en 1958, cuando Carlos Fuentes utilizó este vocablo coloquial en “La región más transparente”, para plasmar la identidad léxica de los diferentes estratos sociales de la Ciudad de México.

El pensador y novelista José Revueltas también la usó en “El apando”, que retrata la vida de los presos del Palacio Negro de Lecumberri en la segunda mitad del siglo XX.

Y es que esa palabra vino a ser como la “chingada”, que puede ser utilizada con distintos enfoques, no sólo los negativos. Así, “güey” es un desconocido cuyo nombre se ignora (“¿quién es ese güey?”), pero también es un amigo al que se saluda (“¡qué onda, güey!”); además es algo que se hace o existe en abundancia (“hay carros a los güey”) o algo que se hace al troche moche (“qué porquería, se nota que lo hiciste a lo puro güey”), o bien es la pareja sentimental de alguien (“esa morra ya tiene su güey…”) a quien puede que se le esté siendo infiel (“…pero se lo hace güey”) o se le manipule bien y bonito (“…y lo trae como su güey”). Esto se llama resemantización, que no es otra cosa que la operación semiótica de transformar el sentido de una realidad conocida o aceptada para renovarla, o bien para hacer una transposición de modelo, creando así una entidad distinta, pero con alguna conexión referencial con aquélla, de modo que esta última asume un nuevo significado que la primera no tenía.

El idioma es un ente vivo, que muta y se modifica según las necesidades de los hablantes, y por eso es que el “buey” original se pasó al “we” actual, porque así era la necesidad. Pero, además, al ser un término con muchos significados, la palabra “güey” se ha vuelto ambigua y por ello es que puede ser sustituida por formas tan impersonales como “we”, que ya no tiene género, pues recordemos que antes se hablaba de “güey” y “güeya”. Pero esa versatilidad puede ser su condena, ya que el ser reemplazable la vuelve cada vez más innecesaria en su forma original.

No es que eso me cale, de hecho ¬-se lo digo de forma personal- la uso poco, pero no hay que soslayar que cada que na palabra pasa al desuso y al posterior olvido, muere una parte del idioma. Lo malo es que las nuevas generaciones no están haciendo mucho por enriquecerlo, más bien han caído en el uso excesivo y progresista de anglicismos y en deformaciones como el lenguaje inclusivo y la sustitución de vocales por otros símbolos.

¿Qué pasará con el “güey”?, ¿quedará como un recuerdo de nuestros padres?, ¿alguien lo sacará de la barranca? Imposible saberlo. Al tiempo.

Ejemplo de lo anterior

Fieles a la costumbre de cada nuevo gobernador, en 2022 habrá reemplacamiento vehicular en Michoacán. De esta forma la administración estatal de Alfredo Ramírez Bedolla pretende allegarse los recursos que tanta falta le hacen.

Según la Ley de Ingresos planteada por el gobierno estatal, si usted tiene un automóvil o camioneta, las placas le costarán mil 789 pesos, y si tiene una motocicleta, 540 del águila.

Pero sabe usted que no sólo se pagan las placas, sino que también hay que erogar lo de refrendo, o sea, el engomado de cada año, que en el caso de automóviles y camionetas costará 992, que sumados a los mil 789 de las placas, dan un total nada módico de 2 mil 981 pesotes. En el caso de su motocicleta, si es que tiene una, además de 540 por las placas, deberá aportar 320 de refrendo, lo que da un total de 860 morlacos. Si usted es de esos clasemedieros aspiracionistas que, según AMLO, tanto dañan al país, y por ello tiene moto y carro, en caso de que posea uno de cada uno, el chistecito le saldrá en 3 mil 841 pesotes, ya usted sabrá si paga por ambos vehículos o primero uno y luego el otro.

Esos son sólo dos ejemplos, ni hablar de flotillas de empresas o gente que posea más de una unidad por distintas razones. La divina gana entre ellas.

Lo más chistoso es que desde el gobierno se nos ha estado diciendo que ellos ya están adoptando políticas de austeridad ante la crisis económica de la administración estatal, y a nosotros, los ciudadanos motorizados, nos toca poner nuestro granito de arena para rescatar a Michoacán.

Aquí es donde uno se pregunta: si Silvano dejó a Michoacán convertido en un palo de gallinero, si no dejó ni para los lapiceros, los ciudadanos que no participamos del latrocinio ni nos vimos beneficiados con contratos leoninos o irregulares, ¿qué culpa tenemos como para tener que poner “granitos de arena” que se sienten como pesadas carretilladas? Usando el término motivo del otro tema de esta entrega, ¿son, se hacen, creen que somos, nos están haciendo? ¿todas las anteriores? Es cuánto.