La Suprema Corte sin rodilleras

La Suprema Corte no es un poder menor ni un apéndice del Ejecutivo, sino un poder autónomo e independiente diseñado para detener los infantilismos y trivialidades del Legislativo, lo mismo que para contener y amonestar con severidad las faltas y las fallas constitucionales del titular del Ejecutivo, que por desgracia son muchas.

Leopoldo González

En un régimen como el de hoy, en el que las patologías presidenciales buscan dictar la agenda de los otros poderes y linchar a quien no crea que el presidente tiene la razón en todo, a la Suprema Corte le ha tocado limitar cualquier intento de brincarse las trancas de la ley, sofocar ruidos, atemperar impulsos y poner en su lugar a más de uno.

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En un gobierno como el actual, al que caracteriza creerse dueño absoluto de la verdad y la razón, no debe ser cómodo para el máximo tribunal de justicia asumirse como el más importante órgano de control constitucional de la República, poner límites a quienes tienen el síndrome del “caballo desbocado”, administrar las ansias de novillero de otros y salvaguardar un sabio y sano equilibrio en las relaciones sociales e institucionales.

Cuando el Poder Ejecutivo de un país -al margen de quien lo encabece- no es fuente de mesura y ponderación, de templanza y juicio reposado, como ocurre hoy en México, alguien en el liderazgo social o institucional debe reivindicar los fueros de la inteligencia, y en eso han consistido los trabajos de la Corte en los últimos días.

La necedad de formular un Plan A y luego un B, ambos abiertamente in y anticonstitucionales, para que los órganos electorales tomaran decisiones a contentillo de los gustos y caprichos de Palacio Nacional, fueron tentativas que -una vez más- vinieron a revelar el inmoral propósito autoritario del populismo obradorista: el de quedarse en el poder (a las buenas o a las malas) per omnia secula seculorum.

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Luego de que la Suprema Corte, el pasado lunes, en votación de 9 a 2 y sin ir al fondo del asunto, declarara inválido e improcedente el Plan B de la reforma electoral, los demonios y espectros de “la ideología del ego” se parapetaron en el fuego verbal para descalificar sin argumentos y pedir cosas que nadie en su sano juicio pediría: que la Corte deje en paz al Ejecutivo y se abstenga de asumir funciones del Legislativo.

La cascada de falsos argumentos, invectivas, linchamientos y descalificaciones contra la Corte, más que un torneo de razones pareció una tempestad de teatro en la que salieron a exhibir su docta ignorancia el secretario de Gobernación, la consejería jurídica de la Presidencia, algunos legisladores a los que no precisamente distingue la lucidez y el propio titular del Ejecutivo, que hicieron de la ira y la diatriba un manantial de aguas revueltas.

El denominador común de la embestida contra la Corte, no es otro que el de desconocer qué pilares sustentan la Teoría del Estado, qué razones y finalidades explican la teoría de la División de Poderes, qué es lo que fundamenta la teoría de los contrapesos en una democracia y por qué causas de posible indigestión el Ejecutivo únicamente puede ser titular de un solo poder, no de dos ni de tres.

Y es que, en efecto, el demasiado poder es causa de indigestión y aturdimiento.

La pugna de fondo en este debate es la de si debe prevalecer la ley por encima de la razón política o si la política ha de aplastar a como dé lugar a la razón jurídica. Los clásicos lo sabían y lo sabemos los no clásicos: la política que no subordina su ejercicio y su actuación al imperio de la ley termina en pasión ciega, en fanatismo y caos social, y la única que puede atemperar sus excesos y devolverle un estatuto de racionalidad es la primacía de la razón jurídica.

La Suprema Corte no es un poder menor ni un apéndice del Ejecutivo, sino un poder autónomo e independiente diseñado para detener los infantilismos y trivialidades del Legislativo, lo mismo que para contener y amonestar con severidad las faltas y las fallas constitucionales del titular del Ejecutivo, que por desgracia son muchas.

Me queda claro que con la ministra documentadamente plagiaria, Yasmín Esquivel, esposa del empresario Miguel Ángel Rioobó, la Corte sería oficina chica de López Obrador y se habría quedado francamente cortita en su condición de contrapeso de los otros poderes. No obstante, la ministra presidenta Norma Piña le ha dado calidad agregada, dignidad y pundonor a sus funciones como máximo tribunal de justicia constitucional en el país.

Si la Corte le enmendó la plana a los extraviados y desinformados legisladores de Morena, echando abajo su aprobación del Plan B electoral, es porque estos señores no están ahí para obedecer la voz de la constitución, que es la voz del pueblo, sino para rendirse sumisamente al chasquear de dedos de una voluntad unipersonal.

La Corte es la piedra de toque de la verdad y la razón jurídica de la República, lo cual no es poca cosa. Es el constitucionalismo y no el personalismo político lo que asegura la continuidad y la salud de la República: lo demás son telarañas mentales.  

Se ha visto y comprobado que el titular del Ejecutivo no está contento con ser solamente AMLO, y que aspira a ser toda una cauda o confederación de siglas: un INE a través de interpósitas personas, un INAI a trasmano, un sistema de partidos con prestanombres e incluso una Suprema Corte con alter ego, como si fuese tan eficaz y eficiente en el único cargo que la ley le permite.

Con independencia de que algunos lo entiendan y otros no, la Suprema Corte está diseñada para no dejar en paz ni al Ejecutivo ni al Legislativo, sobre todo cuando lo que se intenta desde esos órganos es el fraude a la ley y el fraude constitucional.

Y no se trata de gustos: el constitucionalismo liberal que está en la raíz de la nación y es la espina dorsal de la República así lo prescribe.

Pisapapeles

Lo mejor que podía ocurrirle a nuestro país en momentos tan delicados como los que vivimos, es tener una Suprema Corte sin andaderas ni rodilleras.

leglezquin@yahoo.com