Xóchitl Gálvez

Xóchitl (que en náhuatl significa flor), conoció los dientes de la adversidad desde muy niña, al día siguiente de la víspera de su nacimiento, porque la vida no es muy pareja ni muy justa en sus cosas.

Leopoldo González

Del mismo modo que hoy aparece de la nada para pelear la presidencia de la República, Xóchitl Gálvez salió un día del caserío, a oscuras como de mujer fantasma, sin más equipaje que un sueño para torear la vida.

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Me decidí a escribir estas líneas, no tanto porque Xóchitl Gálvez lo necesite, sino porque en todo lo que se ha dicho y escrito en los últimos días algo falta: lo que falta es, precisamente, asomarse a la persona detrás del personaje y dar a la escritura el toque, la calidez y los vuelos de lo humano.

Nació el 22 de febrero del 63 en Tepatepec, un pueblo hidalguense del municipio de Francisco I. Madero, en la región que ha sido la llaga de México, conocida como el Valle del Mezquital, en una familia muy humilde y disfuncional, donde las cornadas del hambre eran el único filete que podía llevarse a la boca.

Xóchitl (que en náhuatl significa flor), conoció los dientes de la adversidad desde muy niña, al día siguiente de la víspera de su nacimiento, porque la vida no es muy pareja ni muy justa en sus cosas.

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Fue con el pasar de los años como pudo estudiar ingeniería en la UNAM, volverse tecnóloga, ser experta en el diseño de edificios inteligentes, militar en la Liga Obrera Marxista (LOM), transformarse en empresaria y luego en funcionaria pública sin enloquecer ni perder piso.

A Xóchitl Gálvez hay que agradecerle que se ha vuelto una lección y un ejemplo de vida para muchos mexicanos. Pudo sucumbir en la adversidad y destruirse a sí misma bajo la hiel amarga de la derrota, pero no lo hizo: prefirió crecerse, soñar, besar sus heridas y ser faro de luz de un país que la necesita.

En la estrechez económica y existencial se forja el carácter, madura el espíritu para dar frutos luminosos y se afina el coeficiente intelectual de las personas. No siempre ni en todos los casos se tiene la oportunidad de hacer una carrera exitosa y conquistar las cimas del liderazgo, pero la vida moldea a los individuos de los que espera más.

Nacer con sangre indígena es una condición para enorgullecerse, porque es una rica variedad de lo humano sin la cual la polifonía de la existencia no tendría sentido ni razón de ser. La sangre india de Xóchitl Gálvez es eslabón que nos recuerda de dónde venimos, pero es también anuncio y profecía de que algo grande nos depara el destino.

Vender tamales en la vía pública de un pueblo cualquiera, que además es un producto tan mexicano como el chile o el aguamiel, es uno de los oficios que en México se ejercen dentro de la ley: dar atole con el dedo es lo que, además de inmoral, se sitúa en los linderos del cinismo y la desvergüenza. Si a alguien no le gusta que Xóchitl haya vendido tamales y gelatinas en su niñez, ese ya no es asunto de Xóchitl.

Vender tamales para sacar adelante a una familia, es casi tan valioso y honrado como vender gelatinas en un pueblo polvoriento. Los dos son actos de comercio y no hay en ellos el señalamiento de un pecado venial ni una sombra de herejía. Tener aspiraciones es propio de personas nobles que creen en la cultura del esfuerzo; no tenerlas es propio de quienes alientan la holgazanería y la subcultura del parasitismo social.

El que un gobierno se dedique a apalear, a golpetear y a demonizar a quien ha salido adelante con esfuerzo y por méritos propios, como es el caso de Xóchitl, no es sólo falta de empatía espiritual y muestra de ruindad hacia el logro ajeno: se inscribe, además, en los nada honrosos terrenos de la envidia y los complejos personales.

Igual que hace poco menos de 60 años, cuando salió del caserío a oscuras como de mujer fantasma, hoy Xóchitl Gálvez viene de atrás y aparece en la palestra de los presidenciables de 2024, sin más equipaje que un maletín de sueños para torear fanáticos y un objetivo mayor: salvar a la República.

Hace 25 años supe de la existencia de Xóchitl por un amigo, Armando Galván, quien militó con ella en la Liga Obrera Marxista (LOM) y fue luego su asesor informático en la Coordinación Interinstitucional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CIDPI), creada en el gobierno de Vicente Fox (2000-06). Nos reuníamos y hablábamos bajo climas intercambiables: a veces era la turbulencia y otras el reposo lo que regía nuestras reuniones. Él ya no está entre nosotros, Xóchitl Gálvez sí.

Xóchitl Gálvez ha superado su condición de pobreza mediante el tesón, el trabajo y el estudio. Nada le ha sido fácil en la vida porque nada le ha sido regalado.

Es, entre las muchas cosas que la describen, una mujer entrona a la que no doblega ningún desafío. Quizás a una parte de su lenguaje habría que potenciarlo con un cambio de horma, pero conecta con la base social que va a definir el futuro de México.

Hoy Xóchitl Gálvez ya rebasa en encuestas a los del Frente Amplio por México (FAM) y a los dos más aventajados de Morena. Sin duda es una mujer que llegará lejos, muy lejos.

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Escribió Laura Esquivel en ‘Como agua para chocolate’: “Para ella reír era una forma de llorar”.

leglezquin@yahoo.com