Colaboración de Saúl Juárez Recordar a la madre en estas fechas es un lugar común. Pensar en ella cuando está por llegar el año nuevo es algo que todos hacemos. Los matices pueden ser distintos: su sonrisa cuando ya quedaba lista la mesa, sus manos inquietas al sentarse a esperarnos luciendo el vestido más elegante. Todo era tan natural como el espejo del comedor. Así lo entendíamos los hijos y los nietos. Ella necesitaba que cada cosa estuviera en su sitio, igual la estrella del árbol que las esferas azules. Deseaba que ese día la existencia fuera tan ordenada como si las fotos debieran grabarse en piedra. Entregaba los regalos anhelando que fuéramos los más felices. Lo lograba con su gesto amable y con aquel tono cálido de voz. Por eso pensar en la madre que partió hace años es algo que hacemos antes, después o durante la cena. Siempre traemos al presente un brillo de aquellas épocas. No implica esfuerzo alguno añorar lo que tanto nos conmovía. Y esta vez vale la pena recordarla con más fuerza, ya sea a solas o con todos. Considerar que nos íbamos después de las campanadas y de las uvas, y ella se quedaba con sus remembranzas. Quizá le vendrían a la mente los niños ilusionados quemando las bengalas. Tal vez nuevos sueños llegarían al final de cualquiera de esas jornadas guardadas en una gaveta invisible. Pero una sería la última porque el tiempo no espera, aunque la memoria se alargue como un cordel sin final. No importa si las luces parecían palabras que se encendían y se apagaban. Detengámonos en su sonrisa, en los ademanes, en esa mirada ya cansada. Con eso basta para agradecerle aquellas noches cada vez más distantes.