Saúl Juárez Las costureras, madre e hija, se dan un respiro. La muchacha mira por la ventana, se siente aturdida por la maraña de ideas en la cabeza. Mira la calle vacía y recuerda el insulto de la anciana de siempre al pasar frente a la parroquia: “Protestantes desgraciadas, cuándo se largan del pueblo”. La joven siguió de frente con una furia nunca antes sentida. Padeció maldiciones desde niña, debía ocultar el pelo rubio y nunca le han permitido entrar a la iglesia. A eso está acostumbrada, pero ya han decidido dejar de sufrir el desprecio por ser la viuda y la hija del gringo que murió defendiendo la plaza aquella noche de balas y cañones franceses. Hoy la joven ya no se resigna. No acepta más la condena de vestir a las señoras ricas. No será una anciana que pierda la vista en el ojo de la aguja. Claro que no, ella conocerá el mar, caminará por las calles arboladas de un puerto, nadará en el océano como si tuviera una isla a donde llegar. La madre también desea partir y olvidar. Ambas quieren mirar hasta donde la vista alcance y pasear sin que nadie las señale. Aspiran a un lugar en donde nadie las conozca y puedan vivir una existencia verdadera. La hija del gringo sigue mirando hacia afuera mientras su madre ya zurce concentrada. Ayer rechazaron la invitación a comer algo en la cocina después de la prueba. Ya no están dispuestas a aceptar la caridad. Saben que si no se van se irán secando como los sabinos viejos. La joven no deja de pensar en irse, pronto lo harán, partirán juntas, ya les falta poco dinero para poder abandonar el pueblo. Mientras tanto ella se va con la imaginación, ahora mismo se marcha pespunte tras pespunte.