Juan Diego y la Virgen de Guadalupe: una historia de fe que marcó al pueblo de México

Juan Diego Cuauhtlatoatzin es protagonista del Acontecimiento Guadalupano, que consiste en las apariciones de la Virgen, entre el 9 y el 12 de diciembre de 1531

Redacción / La Voz de Michoacán

Morelia, Michoacán. La Virgen de Guadalupe es venerada por millones de mexicanos y extranjeros, y aunque este año no ha sido posible que acudan a los santuarios, la devoción no se pierde y permanece arraigada en el corazón de los feligreses. Se estima que el año pasado, la Basílica de Guadalupe, en la Ciudad de México, recibió a 10 millones de peregrinos durante los días que estuvieron llegando las peregrinaciones de todo el país.

PUBLICIDAD
La Basílica de Guadalupe es el segundo centro católico más visitado en el mundo, sólo después de la Basílica de San Pedro, en Roma, según el Episcopado en México. Debido al crecimiento exponencial de los fieles, el 12 de octubre de 2011 se inauguró la Plaza Mariana, diseñada para recibir a más de 3 mil peregrinaciones que se realizan anualmente.

El papa Juan Pablo II nombró a la Virgen de Guadalupe “Patrona de América” durante su visita a México en 1999, pero además se le conoce como “Emperatriz de las Américas” y “La misionera celeste del Nuevo Mundo”.

Foto: Twitter.
En México, 7 de cada 10 personas son devotas de la Morenita del Tepeyac, y por eso los mexicanos siempre le piden favores especiales, como ayuda ante problemas de salud, la resolución de las tribulaciones, que no falte el trabajo y hasta conseguir pareja.

 Científicos químicos, investigadores de la NASA y hasta famosos oculistas han tratado de descifrar la técnica de pintura utilizada en el lienzo donde se encuentra la Morenita del Tepeyac. La Iglesia mexicana asegura que no se ha podido explicar el origen de los pigmentos que dan color a la imagen, ni la forma en que ésta fue pintada y que en sus ojos se podrían observar otras siluetas. 

LA VIRGEN Y JUAN DIEGO

San Juan Diego Cuauhtlatoatzin (que significa: “Águila que habla” o “El que habla como águila”) es conocido por el Acontecimiento Guadalupano, que consiste en las apariciones de la Virgen de Guadalupe, que tuvieron lugar en el año de 1531. San Juan Diego nació en 1474, en Cuauhtitlán, que pertenecía al reino de Texcoco, y su muerte tuvo lugar en 1548.

Juan Diego es considerado embajador o mensajero de Santa María de Guadalupe. Fue beatificado en la Basílica de Guadalupe de la Ciudad de México el 6 de mayo de 1990 por el Papa Juan Pablo II, durante su segundo viaje a México.

PUBLICIDAD

Desde el siglo XVI existen documentos donde se da fe de la vida y fama de santidad de Juan Diego. Uno de los más importantes es, sin lugar a dudas, las llamadas Informaciones Jurídicas de 1666, así como el Proceso Canónico, aprobado después por la Santa Sede y constituido como Proceso Apostólico, cuando se pidió la aprobación para celebrar la Fiesta de la Virgen de Guadalupe los días 12 de diciembre.

Según la tradición oral y varios documentos históricos, como los llamados Nican Mopohua y el Nican Motecpana, en diciembre de 1531 tuvieron lugar las apariciones de la Virgen de Guadalupe a Juan Diego, quien ya era un hombre maduro, bautizado poco antes por los primeros misioneros franciscanos y perteneciente al pueblo chichimeca de Texcoco.

A continuación, un resumen del relato:

Diez años después de la Conquista y cuando se iniciaba lentamente la evangelización, el sábado 9 de diciembre de 1531, muy de mañana, Juan Diego, que tenía pocos años de haberse convertido y bautizado, natural del pueblo de Cuauhtitlán, que había sido casado con una indígena llamada María Lucía y que en este tiempo vivían en el pueblo de Tulpetlac con su tío Juan Bernardino, se dirigía a la misa sabatina de la Virgen María y al catecismo en Tlatelolco, atendido por los franciscanos del primer convento que entonces se había erigido en la Ciudad de México.

 Cuando el humilde hombre llegó a las faldas del Cerro del Tepeyac, de repente escuchó cantos preciosos, armoniosos y dulces que venían de lo alto del cerro. Le pareció que era el canto de distintas aves que se respondían unas a otras, pero observó una nube blanca y resplandeciente y que se alcanzaba a distinguir un maravilloso arcoíris de diversos colores.  

El indígena quedó absorto y fuera de sí por el asombro y se dijo “¿por ventura soy digno, soy merecedor de lo que oigo? ¿Quizá nomás lo estoy soñando? ¿Quizá solamente lo veo como entre sueños? ¿Dónde estoy? ¿Dónde me veo? ¿Acaso allá donde dejaron dicho los antiguos nuestros antepasados, nuestros abuelos: en la tierra de las flores, en la tierra del maíz, de nuestra carne, de nuestro sustento, acaso en la tierra celestial?”.

De pronto cesó el canto y oyó que una voz de mujer, dulce y delicada, le llamaba, de arriba del cerro, y le decía por su nombre: “Juanito, Juan Dieguito”.

Sin ninguna turbación, el indio decidió ir a donde lo llamaban, alegre y contento comenzó a subir el cerrillo y cuando llegó a la cumbre se encontró con una bellísima doncella que allí lo aguardaba de pie y lo llamó para que se acercara.

Cuando llegó frente a Ella se dio cuenta, con gran asombro, de la hermosura de su rostro, su perfecta belleza. Las crónicas escritas en aquel entonces, como la de Antonio Valeriano, señalan: “Su vestido relucía como el sol, como que reverberaba, y la piedra, el risco en el que estaba de pie, como que lanzaba rayos; el resplandor de Ella como preciosas piedras, como ajorca (todo lo más bello) parecía: la tierra como que relumbraba con los resplandores del arcoíris en la niebla. Y los mezquites y nopales y las demás hierbecillas que allá se suelen dar, parecían como esmeraldas. Como turquesa aparecía su follaje. Y su tronco, sus espinas, sus aguates, relucían como el oro”.

Dialogando con Juan Diego, la aparición le manifestó quién era y su voluntad:

Sábelo, ten por cierto, hijo mío, el más pequeño, que yo soy la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive, el creador de las personas, el dueño de la cercanía y de la inmediación, el dueño del cielo, el dueño de la tierra. Mucho quiero, mucho deseo que aquí me levanten mi casita sagrada, en donde lo mostré, lo ensalzaré al ponerlo de manifiesto: lo daré a las gentes en todo mi amor personal, en mi mirada compasiva, en mi auxilio, en mi salvación: porque yo en verdad soy vuestra madre compasiva, tuya y de todos los hombres que en esta tierra estáis en uno, y de las demás variadas estirpes de hombres, mis amadores, los que a mí clamen, los que me busquen, los que confíen en mí, porque ahí escucharé su llanto, su tristeza, para remediar, para curar todas sus diferentes penas, sus miserias, sus dolores. Y para realizar lo que pretende mi compasiva mirada misericordiosa, anda al palacio del obispo de México, y le dirás cómo yo te envío, para que le descubras cómo mucho deseo que aquí me provea de una casa, me erija en el llano mi templo; todo le contarás, cuanto has visto y admirado, y lo que has oído”.

Y la Virgen le hizo una promesa: “Ten por seguro que mucho lo agradeceré y lo pagaré, que por ello te enriqueceré, te glorificaré; y mucho de allí merecerás con que yo retribuya tu cansancio, tu servicio con que vas a solicitar el asunto al que te envío”.

De esta manera, la Virgen mandó a Juan Diego como su mensajero ante la cabeza de la Iglesia en México, el obispo fray Juan de Zumárraga. El humilde Juan Diego se postró y se puso en camino.

Cuando Juan Diego llegó a la casa del obispo, el franciscano Juan de Zumárraga, pidió a los sirvientes que le avisaran que traía un mensaje para él, pero al verlo simplemente lo ignoraron y lo hicieron esperar. Juan Diego, con paciencia, estaba dispuesto a cumplir la misión así que esperó, hasta que por fin le avisaron al obispo y éste pidió que lo trajeran a su presencia.

Fray Juan de Zumárraga.

El obispo escuchó incrédulo y al final lo despidió sin dar crédito a lo que le había dicho. Salió el indio de la casa del obispo muy triste y desconsolado, ya que se dio cuenta que no se le había dado crédito ni fe a sus palabras.

Juan Diego regresó al cerro y en cuanto la vio, se postró y le dijo: “Ya fui a donde me mandaste a cumplir tu amable aliento. Entré a donde es el lugar del gobernante sacerdote, lo vi, ante él expuse tu aliento, como me lo mandaste. Me recibió y lo escuchó perfectamente, pero, por lo que me respondió, como que no lo entendió, no lo tiene por cierto. Me dijo: ‘Otra vez vendrás; aún con calma te escucharé, bien aun desde el principio veré por lo que has venido, tu deseo, tu voluntad’.

“Mucho te suplico que a alguno de los nobles, estimados, que sea conocido, respetado, honrado, le encargues que conduzca, que lleve tu amable aliento para que le crean. Porque en verdad yo soy un hombre del campo, soy mecapal, soy parihuela, soy cola, soy ala; yo mismo necesito ser conducido, llevado a cuestas, no es lugar de mi andar ni de mi detenerme allá a donde me envías”.

Juan Diego

La Virgen escuchó y con firmeza le respondió al indio: “Ten por cierto que no son escasos mis servidores, mis mensajeros, a quien encargue que lleven mi aliento, mi palabra, para que efectúen mi voluntad; pero es necesario que tú, personalmente, vayas, ruegues, que por tu intercesión se realice. Y mucho te ruego, hijo mío, que otra vez vayas mañana a ver al obispo y de mi parte hazle saber mi querer, mi voluntad, para que realice, haga mi templo que le pido. Y bien, de nuevo dile de qué modo yo, personalmente, la siempre Virgen Santa María, yo, que soy la Madre de Dios, te mando”.

Al día siguiente, el domingo 10 de diciembre, Juan Diego se preparó muy temprano y salió directo a Tlatelolco y se dirigió a la casa del obispo, donde nuevamente los ayudantes del obispo lo hicieron esperar mucho tiempo; al entrar ante él, Juan Diego se arrodilló y entre lágrimas le comunicó la voluntad de la Virgen y que pedía le edificase su templo en aquel lugar del Tepeyac.

 El obispo lo escuchó con gran interés, pero para certificar la verdad del mensaje de Juan Diego le hizo varias preguntas acerca de lo que afirmaba, de cómo era esa “señora del cielo”, de todo lo que había visto y escuchado. El obispo comenzó a comprender que no era posible que hubiera sido un sueño o una fantasía lo que Juan Diego le refería, pero le pidió una señal para constatar la verdad de las palabras del indio.  

Juan Diego, sin turbarse, aceptó ir con la Virgen con la petición del obispo. Al tiempo que Juan Diego se ponía en marcha, el prelado mandó dos personas de su confianza a que lo vigilaran y que, sin perderlo de vista, lo siguieran para saber a dónde se dirigía y con quién hablaba.

Llegó a un puente en donde pasaba un río, y ahí los sirvientes lo perdieron de vista y, por más que lo buscaron, no lograron encontrarlo. Los sirvientes estaban muy molestos y, al regresar, le dijeron al obispo que Juan Diego era un embaucador, mentiroso y hechicero, y le advirtieron que no le creyera, que sólo lo engañaba.

Mientras tanto, Juan Diego había llegado nuevamente al Tepeyac y encontró a la Virgen, ante quien se arrodilló y le comunicó todo lo que había acontecido en la casa del obispo, y le dijo que el prelado había pedido una señal para que pudiera dar crédito a su mensaje. La Virgen le agradeció a Juan Diego la diligencia y le mandó que regresara al día siguiente al mismo lugar y que ahí le daría la señal que solicitaba el obispo.

Al día siguiente, el lunes 11 de diciembre, Juan Diego no pudo volver ante la Virgen para llevar la señal al obispo, pues su tío, de nombre Juan Bernardino, estaba gravemente enfermo.

 Ya de madrugada, el martes 12 de diciembre, el tío le rogó a su sobrino que se dirigiera al convento de Santiago Tlatelolco a llamar a uno de los religiosos para que lo confesara porque era consciente de que le quedaba poco tiempo de vida. 

Juan Diego se dirigió a Tlatelolco y habiendo llegado cerca del sitio en donde se le aparecía la Virgen, reflexionó que era mejor desviar sus pasos por otro camino, rodeando el cerro del Tepeyac por la parte oriente y, de esta manera, no entretenerse con Ella y poder llegar lo más pronto posible al convento, pensando que más tarde podría regresar ante la aparición para cumplir con llevar la señal al obispo.

Pero la Virgen bajó del cerro y pasó al lugar donde mana una fuente de agua, salió al encuentro de Juan Diego y le dijo: “¿Qué pasa? ¿A dónde vas, a dónde te diriges?”. El indio quedó sorprendido, confuso, temeroso y avergonzado, y le respondió con turbación y postrado de rodillas: “Con pena angustiaré tu rostro, tu corazón: te hago saber que está muy grave un servidor tuyo, tío mío. Una gran enfermedad se le ha asentado, seguro que pronto va a morir de ella y ahora iré de prisa a tu casita de México, a llamar a algún sacerdote para que vaya a confesarlo y a prepararlo. Mas, si voy a llevarlo a efecto, luego aquí otra vez volveré para ir a llevar tu aliento, tu palabra. Te ruego me perdones, tenme todavía un poco de paciencia, porque con ello no te engaño, mañana sin falta vendré a toda prisa”.

La Virgen escuchó la disculpa del indio con apacible semblante. En ese momento la Madre de Dios le dirigió las más bellas palabras, las cuales penetraron hasta lo más profundo de su ser:

Escucha, ponlo en tu corazón, hijo mío, el menor, que no es nada lo que te espantó, lo que te afligió; que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas esta enfermedad ni ninguna otra enfermedad, ni cosa punzante aflictiva. ¿No estoy aquí yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?”.

La Virgen, sanación del tío de Juan Diego, el cual estaba moribundo.

Y la virgen le aseguró: “Que ninguna otra cosa te aflija, te perturbe; que no te apriete con pena la enfermedad de tu tío, porque de ella no morirá por ahora. Ten por cierto que ya está bueno”. Y efectivamente, en ese preciso momento, María Santísima se encontró con el tío Juan Bernardino dándole la salud, de esto se enteraría más tarde Juan Diego.

Juan Diego tuvo fe total en lo que le aseguraba la Virgen, así que le suplicó inmediatamente que lo mandara a ver al obispo para llevarle la señal de comprobación, para que creyera en su mensaje. La Virgen le mandó que subiera a la cumbre del cerrillo, en donde antes se habían encontrado; y le dijo:

“Allí verás que hay variadas flores: córtalas, reúnelas, ponlas todas juntas: luego baja aquí; tráelas aquí, a mi presencia”.

 Juan Diego inmediatamente subió al cerrillo, no obstante que sabía que en aquel lugar no habían flores, ya que era un lugar árido y lleno de peñascos, y sólo había abrojos, nopales, mezquites y espinos; además, estaba haciendo tanto frío que helaba; pero cuando llegó a la cumbre, quedó admirado ante lo que tenía delante de él: un precioso vergel de hermosas flores variadas, frescas, llenas de rocío y difundiendo un olor suavísimo; y poniéndose la tilma o ayate a la manera acostumbrada de los indios, comenzó a cortar cuantas flores pudo abarcar en el regazo de su ayate. Inmediatamente bajó el cerro llevando su hermosa carga ante la Virgen. 

María Santísima tomó en sus manos las flores colocándolas nuevamente en el hueco de la tilma de Juan Diego y le dijo:

Mi hijito menor, estas diversas flores son la prueba, la señal que llevarás al obispo; de mi parte le dirás que vea en ellas mi deseo, y que por ello realice mi querer, mi voluntad; y tú, tú que eres mi mensajero, en ti absolutamente se deposita la confianza; y mucho te mando con rigor que nada mas a solas, en la presencia del obispo extiendas tu ayate y le enseñes lo que llevas, y le contarás todo puntualmente, le dirás que te mandé que subieras a la cumbre del cerrito a cortar flores, y cada cosa que viste y admiraste, para que puedas convencer al obispo, para que luego ponga lo que está de su parte para que se haga, se levante mi templo que le he pedido”.

Y dicho esto, la Virgen despidió a Juan Diego. Quedó el indio tranquilo en su corazón, muy alegre y contento con la señal, porque entendió que tendría éxito, y cargando con gran tiento las rosas sin soltar alguna, las iba mirando de rato en rato, disfrutando su fragancia y hermosura.

Juan Diego llegó a la casa del obispo y esperó por un largo tiempo, y cuando los sirvientes vieron que el indio todavía seguía ahí, sin hacer nada, esperando que lo llamaran, y observando también que algo cargaba en su tilma, se acercaron para ver qué traía. Juan Diego no pudo ocultarles lo que llevaba, y abriendo un poquito la tilma, se dieron cuenta que eran preciosas flores que despedían un perfume maravilloso. Y quisieron agarrar unas cuantas, tres veces lo intentaron, pero no pudieron, porque cuando hacían el intento ya no podían ver las flores, sino que las veían como si estuvieran pintadas, o bordadas o cosidas en la tilma.

Inmediatamente fueron a decirle al obispo lo que habían visto y cómo deseaba verlo el indio que otras veces había acudido, y que ya hacía muchísimo rato que estaba allí aguardando el permiso, porque quería verlo. Y el obispo, en cuanto lo oyó, comprendió que Juan Diego portaba la prueba para convencerlo, para poner en obra lo que solicitaba el indio.

Enseguida dio orden de que pasara a verlo y Juan Diego, en su presencia se postró, como ya antes lo había hecho; de nuevo le contó lo que había visto, admirado y su mensaje.

En ese momento Juan Diego entregó la señal de María Santísima extendiendo su tilma, cayendo en el suelo las preciosas flores, y se vio en ella, admirablemente pintada, la imagen de María Santísima, como se ve el día de hoy, y se conserva en la Basílica.

El obispo Zumárraga, junto con su familia y la servidumbre que estaba en su entorno, sintieron una gran emoción, no podían creer lo que sus ojos contemplaban, una hermosísima imagen de la Virgen, la Madre de Dios.

La veneraron como cosa celestial. El obispo, con llanto, con tristeza, le rogó, le pidió perdón por no haber realizado su voluntad, su venerable aliento, su venerable palabra”.

Y cuando el Obispo se puso de pie, desató del cuello de Juan Diego la tilma en la que se apareció la Reina Celestial. Posteriormente, la colocó en su oratorio. Juan Diego pasó un día en la casa del obispo y, al día siguiente, éste le dijo: “Anda, vamos a que muestres dónde es la voluntad de la Reina del Cielo que le erijan su templo”.
Traslado del sagrado original a su primera ermita, 26 de diciembre de 1531