Pastorelas: tradición, sátira y resistencia; cuando el teatro popular se burla del mal

En un tiempo donde la crítica suele expresarse desde la solemnidad o el enojo, las pastorelas recuerdan que el arte puede ser una forma de resistencia gozosa.

Yazmin Espinoza / La Voz de Michoacán

Durante siglos las pastorelas han sido leídas como una tradición navideña amable, casi inocente: pastores rumbo a Belén, ángeles bien intencionados y diablos torpes derrotados por la fe. Sin embargo, basta detenerse un poco más en sus diálogos, en sus silencios y en las carcajadas del público para entender que este teatro popular ha sido, desde su origen, un espacio de crítica social tan agudo como festivo.

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Nacidas como herramienta de evangelización durante la Colonia, las pastorelas pronto encontraron otro destino: el de la sátira. El diablo dejó de ser una figura abstracta para encarnar vicios muy humanos como la avaricia, la corrupción, o el abuso de poder,  y los pastores comenzaron a parecerse cada vez más a la gente común. Así, lo sagrado se mezcló con lo cotidiano y el escenario se convirtió en espejo.

El humor es el eje que sostiene esta tradición. No se trata de una risa ligera ni evasiva, sino de una risa que señala, incomoda y revela. En las pastorelas, burlarse del diablo es también burlarse de quienes gobiernan mal, de las instituciones que fallan, de los discursos vacíos. La risa funciona como un acto colectivo de reconocimiento: todos entendemos de qué ,y de quién, se está hablando.

Pero nada de esto sería posible sin el arte como vía. Es el lenguaje artístico el que permite decir lo que de otra manera sería censurado, ignorado o temido. El teatro, con su capacidad de exagerar, simbolizar y transformar la realidad, abre un espacio donde la crítica puede circular sin solemnidad y donde la reflexión se vuelve accesible. En las pastorelas, el arte no adorna el mensaje: lo vuelve posible.

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Lejos de permanecer ancladas en el pasado, muchas pastorelas contemporáneas incorporan problemáticas actuales: la violencia, la desigualdad, la migración, el machismo, la burocracia o la precariedad. Los textos se actualizan, los personajes improvisan y el lenguaje se adapta al contexto inmediato. Esa capacidad de mutar es una cualidad profundamente artística y es, al mismo tiempo, lo que mantiene viva la tradición.

Hay también en las pastorelas una dimensión comunitaria que refuerza su carácter artístico. Se montan en barrios, plazas, atrios y centros culturales; participan actores profesionales y vecinos por igual; circulan fuera del mercado del arte y de las lógicas institucionales. Aquí, el arte no es un objeto distante, sino una experiencia compartida. El cuerpo, la voz y la memoria colectiva funcionan como archivo vivo, y cada función se convierte en un acto irrepetible.

En un tiempo donde la crítica suele expresarse desde la solemnidad o el enojo, las pastorelas recuerdan que el arte puede ser una forma de resistencia gozosa. Reírse del diablo, y del poder, no es negar la gravedad de los problemas, sino enfrentarlos desde un lugar común, sensible y humano. Tal vez por eso, año con año, este teatro popular sigue encontrando público: porque entre risas, sátira y escena, el arte continúa siendo una de las formas más eficaces de pensar el mundo que habitamos.