Un pontificado de kermés

El teflón de López Obrador es de doble vista. Es cierto que su incompetencia no le cuesta respaldos. También es cierto que es incapaz de adherirse el elemental principio de realidad. Los hechos se le escurren.

Jesús Silva-Herzog

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El pontificado de Andrés Manuel López Obrador es una evasión de responsabilidad. No deja de ser sorprendente que rehúya el deber como lo hace. Un hombre que buscó durante años la posición del máximo poder en el país, un hombre que defendía su ambición como la gran palanca de la justicia, alcanza finalmente la posición deseada... para ignorar sus cargas y sus deberes elementales. Alcanzar la presidencia para eludir, desde ahí, los fastidios de gobernar. La presidencia es prédica, inquisición retórica, ceremonia escolar, programa de variedades. Una mermelada hecha de cursilería y agresión. Un gobierno hecho de fugas constantes a un mundo de fantasía, de escapes cotidianos al pasado y a un universo esplendoroso. 

El teflón de López Obrador es de doble vista. Es cierto que su incompetencia no le cuesta respaldos. También es cierto que es incapaz de adherirse el elemental principio de realidad. Los hechos se le escurren. 

Para el pontífice, la realidad es irrelevante. Lo dice y lo reitera mil veces. Él confía en datos que nadie más conoce pero que revelan, de manera más profunda, la realidad del país. Pero sus datos alternativos no son lo que de veras importan. Habla que tiene "otros datos", pero jamás los revela. Lo que ofrece para tranquilizar al país es el reporte de su estado de ánimo. ¿En qué mundo, en qué siglo, en qué kermés vive un hombre que se compromete, ante la magnificencia de la tabla roca y el sublime arte de Las Vegas a la no repetición de la conquista de Tenochtitlán?

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El pontificado lopezobradorista glorifica la más terrible irresponsabilidad. El hombre que convoca a un evento de contagios masivos, se imagina como el prohombre que logra la curación espiritual de México. La bifurcación entre el sermón y el efecto es grotesca. Con toda solemnidad, el presidente ofrece perdón por lo sucedido hace quinientos años. No está ni remotamente dispuesto asumir responsabilidades de sus acciones o de sus distracciones. Pide perdón por la conquista, pero no se hace responsable de los efectos concretos de su propia política. Se pide perdón, al tiempo que se promueven los contagios con su ridícula escenificación.

El discurso cristiano que emplea constantemente el presidente es una fórmula que entierra cualquier sentido de responsabilidad. Lo rige, en efecto, el principio de la esperanza, no el de la responsabilidad. Desconecta las cadenas de la acción y la consecuencia para refugiarse en la flama de las intenciones nobles y auténticas. Por eso dirige con tanta frecuencia su repulsa a la hipocresía. El vicio fundamental de los conservadores está ahí, dice: en la hipocresía. Esa es la verdadera doctrina de los conservadores. Dicen lo que no sienten. Podría decirse que, en consecuencia, la virtud de los liberales que él pretende encarnar sería la autenticidad. Nosotros si sentimos lo que decimos. Ser auténtico extiende de ese modo un permiso para desentenderse de los efectos de la conducta. Fui sincero al querer honrar la memoria de la ciudad arrasada hace quinientos años. Eso basta. Si se contagian miles en la conmemoración, si mueren algunos cientos, no es mi asunto. Yo fui auténtico y mis motivaciones para querer honrar a los aztecas era noble. 

Es mi autenticidad la que me coloca en un plano moralmente superior a los demás. Yo no puedo ser evaluado con numeritos. Mi nobleza de ánimo, mi sinceridad, la belleza de mis intenciones me pone por encima de cualquier medición. Para el pontífice, el considerar los efectos concretos, mensurables de su política es espiritualmente mezquino. Valdría por eso regresar a los brillantes ensayos de Judith Shklar sobre los vicios ordinarios. En la soberbia moral suele haber coartadas que deben desenmascararse. Los enemigos de la hipocresía pretenden esconder las desgracias que provocan en el carácter sublime de sus intenciones. 

Andrés Manuel López Obrador no es solamente un rouseauniano por su idolatría al pueblo, ese sujeto ideal que no se equivoca y es incapaz de cometer injusticias. Lo es también, y sobre todo, por su arrogancia moral. Rousseau se imaginaba como el primer ser humano de veras honesto, un hombre tan honesto que se atrevió a retratarse. El amante más dulce de la humanidad que, precisamente por ese hermoso amor, envío a sus hijos al hospicio. Quien dude de mi honestidad, llegó a decir, "merece la horca." La llama del pontificado como la excusa insuperable.