LA CASA DEL JABONERO | El hijo del pueblo

José Alfredo Jiménez es un hijo del pueblo porque su música engloba una forma de sentir, de cantar, de amar, de llorar y de ser.

Jorge A. Amaral

Este 23 de noviembre se cumplieron 50 años de la muerte de José Alfredo Jiménez, el hombre leyenda por antonomasia en México, y su herencia sigue presente, a pesar de medio siglo de su deceso y casi una centuria de su nacimiento.

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José Alfredo Jiménez representa, primero, una época en la que el México campirano estaba en boga por la influencia del cine y de personajes como Pedro Infante, Luis Aguilar o Jorge Negrete, lo que contribuyó al estereotipo del macho mexicano, ese que sabe querer de a de veras, que se desgañita por su bien amada, que le entrega alma, cuerpo y vida, pero que a la vez, si es traicionado, rompe en llanto, grita de rabia, se mete a la cantina y pide su tequila a llorarle a la que se fue, aunque no al estilo de Vicente Fernández, que pasó más de 50 años lamiendo sus heridas en la más chocante autocompasión y el más burdo ardor. El dolor en las canciones de José Alfredo Jiménez es también orgulloso, un dolor que dice “sí, fui herido, pero lo bueno es que amé y por un momento fui amado”.

José Alfredo Jiménez es un hijo del pueblo porque su música engloba una forma de sentir, de cantar, de amar, de llorar, de ser, y por eso durante generaciones él ha sido portavoz del ser mexicano, con toda la grandeza y complejidad de ese concepto, porque el mexicano sabe amar, pero también sabe decir adiós cuando se le acaba la fuerza de la mano izquierda. Porque el mexicano, en lugar de renegar de su suerte, la abraza y la vuelve parte de su identidad, sabe que su destino es muy parejo y lo quiere como venga, “soportando una tristeza o detrás de la ilusión”.

Pero con todo y que el México al que José Alfredo capturó en sus canciones ya no es el mismo, y que al paso de las generaciones las formas de pensar han cambiado, su obra es de esas que expresiones artísticas que han salido airosas, que los cambios de paradigmas no han siquiera despeinado.

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El de Dolores Hidalgo no ha caído en el anacronismo, como sí ha sucedido con la obra de otros exponentes de la música nacional, incluso siendo muy posteriores a José Alfredo Jiménez. Por ejemplo, hoy sólo algunos necios y sandios siguen cantando voz en pecho esa aberración titulada “Mátalas”, de Alejandro Fernández (y no lo digo sólo por la terrible pereza que me causa El Potrillo, sino porque esa canción es una auténtica porquería). Si hoy se analiza “Bonita finca de adobe”, de Ramón Ayala, puede que no salga bien librada, dado que “si su amor se me pierde, a ti, a ella y a ese hombre los quemo con leña verde”. Una amenaza tácita de homicidio y feminicidio. Vaya, hasta los buena ondita de Café Tacuba tuvieron que replantear las cosas y optaron por dejar de cantar “Ingrata”. Eso no ha sucedido con la obra de José Alfredo Jiménez, porque puede que las nuevas generaciones no sigan cantando su música más allá de “El rey”, pero eso no obedece a una censura generacional, sino a que simple y sencillamente el momento es otro y los más jóvenes tienen su propia música vernácula, con sus propios ídolos como Peso Pluma o Junior H, y está bien, es parte del proceso evolutivo de la música popular en cualquier parte del mundo.

Volviendo al tema de José Alfredo Jiménez y para cerrar este comentario, hace tiempo leía que José Agustín decía que lo que el guanajuatense hizo en sus canciones no era sino blues, por su expresividad, por la forma de manifestar los sentimientos, pero decir eso de José Alfredo Jiménez, aunque parezca halago, es minimizarlo, quitarle su propia identidad para ponerlo en algo que creemos superior sólo por venir de otro lado.

El de Dolores Hidalgo no fue un bluesman. Prefiero pensar que, así como Chava Flores fue un cronista de la vida urbana, José Alfredo fue un paisajista de nuestra muy compleja idiosincrasia… a final de cuentas, sólo un hijo del pueblo.

Una deuda con el rap

Hay empresas que se antojan titánicas, pero alguien tiene que hacerlas. En una entrevista, el investigador Alain Villanueva me comentaba que cuando se planteó “Rimas de la cantera. Trayectoria, competencia e identidad en la comunidad rapera de Morelia” (Laboratorio Nacional de Materiales Orales de la UNAM, 2023) como tesis doctoral, se topó con el escepticismo de maestros y colegas en el Colegio de Michoacán, y sin embargo su amor por el rap y la cultura hip hop lo hizo no cejar en la meta que se había trazado: condensar en un libro la historia del rap en Morelia, pero haciéndolo con el rigor académico que una tesis exige y partiendo de referentes bibliográficos más bien generales.

Tan general era la información escrita con que contaba, que hay por ahí, en las primeras páginas, una mención a un artículo que su servidor publicó hace muchos años en otro medio donde colaboraba. He de decir que, aunque honrado por formar mínima parte del registro histórico, me sentí descorazonado: cuánta ignorancia de mi parte a la hora de escribir aquello, porque, igual que como seguramente les pasó a quienes dudaron de que la investigación de Alain Villanueva pudiera llegar a buen puerto, en aquel momento me invadía una total y absoluta ignorancia sobre lo que el rap representaba en Morelia, la cantidad de graffiteros, b-boys, DJ's, productores, MC’s, freestylers, promotores culturales… el gran número de gente que desde hace al menos 30 años confluye en torno a una cultura que, pese a la mercantilización (justificada, necesaria y merecida) aún tiene raíces muy hondas en el underground, en las batallas de la plaza, en las productoras locales (muchas de ellas caseras), en los eventos autogestivos, en el tránsito de repartir mano a mano el disco a compartir el link de YouTube en redes sociales y dejar que el internet haga su magia orgánica.

Y es que “Rimas de la cantera” no es un compendio de nombres, fechas y fotos; es, primero, un repaso a los orígenes más remotos del rap, desde los esclavos africanos hasta los guetos del Bronx, en Nueva York, pero también es un análisis de cómo esa cultura llegó de forma comercial a México mediante el break dance televisado (frase que se ha vuelto lugar común: “Todos en algún momento intentamos el Kentostis”, en alusión a un concurso infantil de break dance en los años 80 en el que la conductora del programa no supo pronunciar “U can’t touch this”, de MC Hammer) y cómo la migración fue un factor determinante para terminar de importar el hip hop a través del graffiti, pero ya también mediante el rap.

Una vez sentada esta base, el libro nos da cuenta de los pioneros locales, de cómo la primera generación empezó con limitadas herramientas tecnológicas para crear los primeros discos de manufactura local, al tiempo que la comunidad se extendía y diversificaba en distintos colectivos que, a la par, organizaban eventos tanto para mostrar su trabajo como para traer artistas de otros estados y generar redes de colaboración.

Luego el libro pasa a las siguientes generaciones, que fueron las de quienes ya contaban con internet, mejores programas de edición de audio y video, así como plataformas digitales para compartir su trabajo. En esta fase hubo tantos nombres como propuestas musicales de todas las colonias de la ciudad y con diferentes enfoques: el rap interesado en mostrar las dinámicas de vida pandilleril, los raperos deseosos de generar consciencia entre los escuchas, aquellos que usaron el género como vía para explotar su vena poética y quienes decidieron quedarse en hablar de amor y desamor o en la mera fiesta. Cada uno según sus entornos, según sus intereses y hasta según su bagaje.

Otro aspecto que el libro aborda es el impacto que las batallas de rap han tenido en la ciudad en tanto que semillero de raperos que hoy ya tienen forjado un nombre por su trabajo en estudio o por su trayectoria en las batallas al haberse especializado en esa disciplina, una de las más populares entre los más jóvenes, pero a la vez una de las más primitivas dentro del hip hop.

Hacia la parte final del libro, Alain Villanueva aborda también a los raperos de protesta, esos que han adoptado una posición crítica hacia la sociedad y sus instituciones, muchos de ellos rayando en la anarquía. Como le decía más arriba, cada uno según su historia de vida, formación y contexto social.

Por eso es que, a medida que me sumergí en “Rimas de la cantera”, en los nombres, las anécdotas de sus protagonistas, el registro de discos, productoras, colectivos y todo lo referente al rap en Morelia, más me convencí de una cosa: con esa investigación, el autor salda una deuda que la comunidad hip hopera había tenido con el rap de la cantera rosa, sólo espero que no tengan que pasar otros 30 años para que vuelva a hacerse un ejercicio de tal magnitud. Paz y respeto.