LA CASA DEL JABONERO | Mexicanización narca

Si hablamos de Colombia, podemos asumir que es un paraíso tropical, pero no de esos paraísos a los que los turistas acuden cada año a tomar miles de fotos.

Jorge A. Amaral

Pongamos un escenario: el entorno puede ser un país empobrecido. Elijamos algo que nos parezca familiar, no sé, Latinoamérica. Sí, en América Latina hay países empobrecidos para escoger. Pero seamos más precisos. ¿Qué le parece México? No, México ya está muy visto. Busquemos algo diferente pero familiar, algo de donde tengamos muchos antecedentes sobre los efectos de la pobreza, la marginación y la ingobernabilidad. Escaneando en el hemisferio, viene a mi memoria una palabra que hace más de 20 años causaba miedo y preocupación: colombianización, entendida como la réplica de los efectos de la narcoviolencia en otras latitudes. Incluso en México se temía que el país se colombianizara.

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Perfecto, ya tenemos el entorno, ahora falta el contexto. Si hablamos de Colombia, podemos asumir que es un paraíso tropical, pero no de esos paraísos a los que los turistas acuden cada año a tomar miles de fotos. No, busquemos algo más cotidiano. Pongamos una población donde desde hace 50 años se ha vivido la violencia ocasionada por la guerrilla, ahora agreguemos una cantidad generosa de desplazados por la violencia hacinados en barrios sumamente pobres.

A la pobreza de los desplazados, añadamos grupos delictivos como el Frente de Liberación Nacional, algunos rescoldos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y el poderío del Clan del Golfo, actualmente el cártel más poderoso del país sudamericano.

Esas condiciones nos darán como resultado a miles de jóvenes que nacieron, viven y mueren incrustados en la violencia, entre delincuentes, y por ello su expectativa de vida no es nada ambiciosa. La ciudad se llama Quibdó, capital del departamento de Chocó, en la costa del Pacífico colombiano.

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Muchos de estos jóvenes, predominantemente afrodescendientes, en 2012 se integraron a lo que en su momento se llamó Los Mercenarios, un grupo delictivo que empezó a controlar el narcomenudeo, los secuestros, las extorsiones y el narcotráfico en la zona. Pero su líder, un hombre llamado Melquisedec Martínez, alias La Máquina, fue encarcelado, y uno de sus más allegados, Armando Robledo Moya, apodado El Chema, asumió el liderazgo.

Hasta ahí no hay nada del otro mundo, ese tipo de movimientos los vemos año con año en México. Lo peculiar de este caso es que, influidos por la narcocultura mexicana, como los corridos y hasta las series televisivas como “Narcos México” o “El Señor de los Cielos”, los integrantes de Los Mercenarios comenzaron a idolatrar a capos de la droga mexicanos como El Chapo y Amado Carrillo.

A partir de eso fue que su líder, El Chema, quien hoy está preso pero desde la cárcel sigue moviendo los hilos de su organización, decidió cambiar de nombre e identidad al grupo: ahora se hacen llamar Fuerzas Armadas Revolucionarias Mexicanas y en sus comunicados, fotografías y videos siempre lucen la bandera de México, y dicen los que saben que sus miembros se la pasan escuchando música norteña y narcocorridos.

Hoy esos jóvenes, conocidos coloquialmente como “Los Mexicanos”, siembran el terror en el departamento de Chocó, rico en minas y demás recursos naturales. Ahí extorsionan a todo aquel que tenga algo que le quiten, además de mover cocaína.

Al darse a conocer este grupo, las autoridades colombianas entraron en alerta pues les preocupaba que esta banda delictiva, que aglutina a miles de jóvenes, estuviera siendo controlada por narcotraficantes mexicanos, quienes, desde la época de Miguel Ángel Félix Gallardo, en los 80, han tenido especial interés en Colombia por ser de los mayores productores de cocaína. Pero no, no hay connacionales nuestros en ese grupo delictivo, sólo idolatran a lo peor que hay en este país para idolatrar.

Lo que pasa es que en los narcocorridos y en narcoseries se muestra una imagen bastante edulcorada del narco: un hombre salido de lo más bajo, que con esfuerzo y dedicación sale de la miseria y hoy se pasea en las mejores trocas, con las mujeres más guapas, en las mejores casas y come en los mejores restaurantes y luce en su atuendo las mejores marcas. Esa es la vida que se retrata en la narcocultura, y claro que un marginado, un joven de esos a los que el vientre de su madre escupió en un muladar, verá en la vida criminal la forma más fácil de salir de pobre, aunque el gusto le dure unos pocos años, si le va bien, ya que estos jóvenes, no siendo capos ni jefes de plaza, ni líderes, sino sólo sicarios, vigías y mensajeros, son la carne de cañón, lo más desechable de un sistema en el que la vida y la dignidad humanas no valen un centavo partido a la mitad.

Hace rato (o párrafos más arriba, que al caso es lo mismo) mencionaba la palabra “colombianización”. Bueno, la aparición de las FARM confirma el cambio de hilos: la mexicanización de América Latina en la peor de sus formas: la delictiva.

Y es que la narcocultura ha permeado en lo más hondo de muchos jóvenes, al mostrarse como la única vía para salir de la pobreza, y si no son pobres, lo ven como una forma de tener lo que consideran el maridaje perfecto para el dinero: poder. Pero el poder visto desde esta óptica no se concibe como la manera de hacer cambios sociales, como en la política se pretexta, sino que el poder es visto por estos sectores como la capacidad para decidir sobre la vida y la muerte de las personas, para defender con las armas lo que de por sí se ha conseguido a sangre y plomo. En el caso de las Fuerzas Armadas Revolucionarias Mexicanas, atemorizar a la ciudadanía para poder extorsionarla.

Otra particularidad de este grupo delictivo es que tratan de emular muy superficialmente el discurso político de sus aliados del Ejército de Liberación Nacional y de las FARC, tanto que en el mes de agosto anunciaron un cese al fuego para detener la ola de violencia instrumentada por ellos mismos. Además, designaron a sus líderes (que están presos) como voceros para dialogar con las autoridades y buscar una especie de amnistía para sacar de la cárcel a los miembros de las FARM encarcelados. El gobierno, como era de esperarse, no atendió el llamado al considerarlos no un grupo disidente con fines políticos, sino como lo que son: una agrupación delictiva con fines económicos.

Ese supuesto cese al fuego duró tres días, pues argumentando que la policía los había atacado, lanzaron un comunicado mostrando su verdadero rostro: “Hemos tomado la decisión de salir a las calles a matar indiscriminadamente a personas inocentes (...) No habrá un lugar en Quibdó donde los ciudadanos se sientan seguros y (…) les vamos a demostrar (a las autoridades) quiénes son los que mandan en este pueblo”, decía el documento, adornado deshonrosamente con la bandera mexicana. Algo a lo que ni los narcos mexicanos se han atrevido, al menos no que yo tenga conocimiento, con todo y la formación militar de muchos de sus miembros. Habrá que ver qué otro país se mexicaniza.

Los pochos no saben

El caso de las FARM llamó mi atención porque el fenómeno de la narcocultura siempre me ha causado interés por su relación con la música, su impacto en la sociedad y el nivel de influencia que tiene en miles de jóvenes. Hasta ahora sólo había visto el fenómeno en México, donde muchos jóvenes lo han adoptado como estilo de vida, aunque ni por asomo pertenezcan a un grupo delictivo. Pero también en la comunidad mexicana en Estados Unidos.

Allende la frontera norte han surgido tendencias musicales que endiosan la vida narca, como antes sólo lo hacían músicos radicados en Guerrero, Michoacán, Sinaloa, Tamaulipas o más estados del norte del país, donde, más que narcocultura, lo que vemos es una narcovida, porque todos los que vivimos en estos estados conocemos o sabemos de alguien que se dedica a eso, o tenemos un familiar, amigo o conocido que murió devorado por la maquinaria del narco.

Pero en California, por ejemplo, es curioso el fenómeno por sus matices, ya que muchos de esos jóvenes son nacidos allá, no han tenido un contacto real con la vida en México y lo que en ella se padece. Y así tenemos subgéneros de la música regional como lo que dio en llamarse Movimiento Alterado, y más recientemente los Corridos Tumbados, y hasta hay una variación, bastante ridícula, llamada pomposa e inexplicablemente “Corridos Lúcidos”.

En estas dos vertientes escuchamos a jóvenes de no más de 25 años hablar sobre dinero, carros, fumar marihuana y pasarla bien, porque al cabo ya tienen “todo controlado”. Estos muchachos, como en su momento algunos compositores del Movimiento Alterado, conocen sólo de forma superficial el fenómeno del narcotráfico. Recuerdo, y ya lo he mencionado en otras ocasiones, al compositor que, para ponerse a escribir corridos, primero navegaba por El Blog del Narco en busca de inspiración. Y estos niños de ahora ya ni eso, porque en su música todos se asumen como “viejones” y en sus videos usan como locaciones mansiones lujosas, se visten con ropa cara que combinan con mal gusto, portan relojes más grandes que sus manos, presumen pistolas y rifles de asalto (utilería) y siempre hay carros de lujo. Y es que sólo conocen al eslabón final de la cadena: el dealer que vende en alguna calle de Los Ángeles. No conocen al sembrador que jamás saldrá de pobre, ni al halcón de 15 años que posiblemente antes de los 20 esté preso o muerto, ni al sicario que muere en un enfrentamiento o su cuerpo es hallado descuartizado o de plano nunca lo encuentran, tampoco conocen a la madre o la esposa que cada noche lloran por la ausencia de un desaparecido o desaparecida que lo mismo podría estar muerta que siendo explotada sexualmente. Como fantasía está bien, es su música, su época, pero definitivamente no, los niños pochos no saben qué onda. Es cuánto.