Yoismo presidencial

Ser un presidente así o tener un presidente así, es un dato duro difícil de rebatir para la psicología clínica, en la que hallan acomodo los trastornos narcisistas, el ser insuficiente y más de una megalomanía de esas que le han dado la vuelta a la historia.

LEOPOLDO GONZÁLEZ

El presidente tiene una relación casi sagrada con el espejo de Narciso: un mecanismo psicológico básico le lleva a quererse en demasía (no confundir con autoestima), a plantarse como el ego dominante en el centro del escenario (no confundir con seguridad en sí mismo) y a rendirse pleitesía todas las mañanas todos los días del año.

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Ser un presidente así o tener un presidente así, es un dato duro difícil de rebatir para la psicología clínica, en la que hallan acomodo los trastornos narcisistas, el ser insuficiente y más de una megalomanía de esas que le han dado la vuelta a la historia.

Quererse un poco cada mañana y cada día entra en los rasgos del amor propio y tiene que ver con los mundos emocionales de una normalidad equilibrada. Que alguien se ame lo suficiente, ni poco ni demasiado, es una prueba de que -después de todo- el mundo no anda tan mal como lo vemos.

Sin embargo, los “peros” que siempre salen al paso luego de una afirmación, y que además son una invitación a no perder de vista los límites de la razón, son la mejor prueba de que algo no anda bien cuando parece que todo marcha de maravilla.

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La distorsión y el exceso, como siempre ocurre, desvían a las personas de un fin noble y han echado a perder proyectos a los que se llegó a creer -ingenua y tontamente- los mejores en la historia.

Si alguien es presidente de un país y tiene más dedicación a alimentar su ego que a mantener en alto lo que llamaremos espíritu de país, ello es prueba de una disonancia y una disfunción, pues lo importante no es la querencia inflamada hacia sí mismo, sino elevar la autoestima de todos para conseguir lo que realmente importa: armonizar todo en la República para alcanzar -en actitudes y números reales- la grandeza nacional.

El camino más corto entre un hombre común y corriente y un gobernante que se siente -sin serlo- el Napoleón de la cuadra o la última Coca-Cola del desierto, es el demasiado y patológico amor a sí mismo: enamorarse de la imagen en el espejo es indicativo de déficits y carencias radicalmente profundas en la estructura de la personalidad. Ahora bien: hay farsantes que saben que lo son y otros a los que no les ha llegado la noticia.

El modelo del gobernante que se impone como obligación y penitencia emocional adorarse a sí mismo, funciona en espiral y crea o reproduce en el entorno y hacia abajo las mismas taras y condicionamientos: los demás -los más cercanos y los más lejanos- tienen la obligación y la penitencia de “ser menos” que aquel que introdujo en ellos el culto al fetiche, al talismán, al idolillo, a la divina gracia.

Lo preocupante no es sólo un gobernante enamorado de su ego y sus yoes, que en automático desprecia y desdeña y descalifica todo lo que no es él, sino que su comportamiento ha llegado a producir, como cualquiera puede comprobar, un efecto de alineación y subordinación en sus seguidores que raya en la paranoia y la neurosis, el cual podría dividirse en dos rangos básicos: los que intentan ser como él y aquellos que hacen esfuerzos inauditos por granjearse su afecto y agradarle.

Esto, en un país que se cree inteligente y muy honorable, debería ser motivo de una alerta pública general: a punto de iniciar formalmente el proceso de cambio de gobierno, para remplazar a un gobernante remplazable y que no es -valga la redundancia- imprescindible, menudean y abundan dos tipologías del mexicano: los que intentan ser como él, o parecerse a él, y los otros: los que sabiendo que no pueden ser ni parecerse a él, intentan por lo menos agradarle por la vía de la emulación, la adulación o la lisonja.

Todo esto que hoy vemos y vivimos es muy preocupante: que alguien se crea que es un Dios para sí mismo y además lo difunda, no siendo más que un terrenal con graves fallas y grandes aberraciones, es algo que coloca en riesgo a toda la sociedad y a la República. No obstante, el peligro mayor radica en que se quiera clonar al Arquetipo y hacer de él un modelo a perpetuidad. Jugar con el clon del Arquetipo es el juego más peligroso que conozca una democracia.

Las mujeres y los hombres que hoy recorren el país con recursos que no les pertenecen, y que traen el sello guinda en la frente, harían bien -puesto que quieren ser gobierno- en dar muestras de que tienen personalidad propia y un proyecto vigoroso, porque la peor y más lamentable forma de ser es no ser sino clon de otro, proyección o mandadero o correveidile de alguien más, lo cual pone en entredicho sus capacidades y opaca el poco brillo que pudieran tener.

Recorrer el país con seis discursos distintos y un solo clon verdadero, es lo más parecido que encuentro al oficio de bufón de Corte y al arte teatral: aunque hay personajes que representan a una máscara y hay máscaras sin personaje real, también es cierto que hay personajes que no podrían representase ni a sí mismos.

La disyuntiva es muy clara: el presidente se ve a sí mismo en la cumbre de una espiral, o bien, como eje de una perspectiva de círculos concéntricos, mientras quienes aspiran a sucederlo se contemplan orbitando en torno a un complejo de sistema solar.

¿Quién piensa en el país que toca tierra bajo las frondas del poder? ¿A dónde va México con una mentalidad de este tipo y sin otra esperanza? Algo, algo debemos hacer.

Pisapapeles

Así como ocurrió con Santa Anna, en el XIX, urge salvar al país de quienes venían a “salvarlo”.

leglezquin@yahoo.com